Evasión en la granja: ¿A quién llamas gallina?

Siguiendo la estela de , pero recurriendo a la clásica animación con plastilina (y látex) desarrollada con la técnica, tan antigua como el cine mismo, del «stop-motion», y , multipremiados creadores de la factoría británica Aardman, en especial, de sus dos criaturas más entrañables: Wallace y Gromit, han abordado uno de los trabajos más ambiciosos y espectaculares de los últimos años. Un film sobre gallinas que bebe de las fuentes de grandes clásicos del cine bélico, subgénero de evasiones, que tiene a La Gran Evasión como auténtico «alma mater», pero que es un compendio de sabiduría cinematográfica, que abarca desde , con sus impactantes «travellings» y contrapicados, hasta guiños hacia éxitos más o menos recientes (En Busca del Arca Perdida, E.T. e incluso Bichos), pero apostando, tal vez demasiado, por un tono abiertamente infantil, en comparación con sus laureados cortos.

Evasión en la Granja se ve con simpatía, si se hace desde la ingenuidad, entendiéndola en el buen sentido. No cabe esperar, por tanto, momentos realmente originales o una profundidad manifiesta en la descripción de los personajes, sino que el espectador ha de dejarse arrastrar por la tremenda potencia visual y expresiva que nos ofrece los animadores o por la eficacia de la historia, pese a lo trillado del guión. Por descontado, el film no logra la brillantez de Wallace y Gromit, pero si lo comparamos con el común de los estrenos y tenemos en cuenta que su duración hizo mucho más complicada su gestación, no cabe duda de que debemos incluirlo en el selecto grupo de las obras maestras, que, sin embargo, no es sino un aviso, un anticipo de lo que sus creadores pueden lograr en adelante, con argumentos más adultos.

Por último señalar que el elemento esencial del film es, a mi juicio, la confrontación entre dos maneras de ser tan diferentes y, en el fondo, tan parecidas, como la británica y la estadounidense, un componente que queda desdibujado irremediablemente en la versión doblada (pese a la presencia de dúo en el mismo), en la que se pierde el placer de disfrutar, por ejemplo, de la personal voz que pone al personaje de Rocky, el gallo protagonista. La ausencia de copias en versión original de películas de animación (algo parecido ha sucedido con South Park) sigue siendo un difícil handicap para quienes disfrutamos del cine sin complejos.

Toy Story 2: El síndrome de Estocolmo

Existen muy pocos precedentes de segundas partes o secuelas que superen una primera entrega. Así, de pronto, se me ocurren algunos ejemplos: El Padrino 2, El Imperio Contraataca, La Novia de Frankenstein, etc. La primera entrega de Toy Story, película revolucionaria en cuanto a su concepto y su realización, cuenta con el mérito añadido de crear de la nada unos personajes, unos caracteres con un complejo perfil psicológico, así como un universo peculiar en el que se desenvuelven. Por tanto, la difícil superación del original debía, obligatoriamente, venir por otros caminos. Quizás, por una mayor indagación en el aspecto psicológico, así como una elaboración más cuidada del guión y de la puesta en escena. Objetivo conseguido.

, el auténtico cerebro creativo de Pixar (pese a que, esta vez, parece haber querido mantenerse en un discreto segundo plano, al menos, en cuento al aspecto promocional del film), vuelve a profundizar en la que ha sido, desde sus primeros cortos, la constante temática -con la salvedad de Bichos– de su carrera: la vida secreta de los objetos; y lo hace utilizando como pretexto argumental un viaje aventura, que se convierte, al mismo tiempo, en un viaje conocimiento. El secuestro de Woody, al intentar rescatar a un pingüino de juguete, de apariencia, por cierto, muy similar a la mascota oficial de Linux, por un coleccionista sin escrúpulos, quien tratará de venderlo como reliquia a un museo japonés, es la excusa perfecta, para que, una vez más, los intrépidos juguetes se lancen al rescate, movidos por sentimientos tanto de amistad como de gratitud, especialmente en el caso de Buzz Lightyear. Pero hay más: a raíz de su secuestro, Woody descubre su pasado, cuando era la estrella principal de un antiguo programa televisivo, que le dio fama, años antes de que los juguetes espaciales coparan las preferencias de los niños. Se reencuentra con sus antiguos compañeros del espectáculo, en especial, con una joven vaquerita, Jesse, inspirada ciertamente en la jovial Juanita Calamidad, quien le abrirá los ojos acerca de una realidad cruel, aplicable, y esto es lo importante, no sólo a los juguetes, sino también a las personas: el paso del tiempo y los cambios que obran en los sentimientos, conducen, indefectiblemente, hacia la pérdida del afecto por aquello que se posee, y, como consecuencia, al abandono, la indiferencia y el olvido. Ocurre con los juguetes de nuestra infancia, a medida que nos hacemos mayores, ocurre con los amigos en distintas etapas de nuestra vida, ocurre con nuestros padres, a medida que se convierten en ancianos necesitados, generalmente, del mismo afecto que nos han proporcionado durante gran parte de nuestra existencia, ocurre con la pareja, cuando nos cansamos de ver, al despertar, la misma cara frente a nosotros, cuando ya no soportamos los ronquiditos que antes nos parecían tan simpáticos, cuando el amor, inevitablemente, deja de existir…

Woody comprende, de inmediato, la situación y el temor le lleva a optar por la fama de vitrina y exposición, que, al menos, es imperecedera -o eso cree él- antes que disfrutar de un cariño, más directo, más real, pero con fecha de caducidad. Sin embargo, gracias, sobre todo, a la audaz intervención de sus amigos, Woody se da cuenta que, por mucho que lo intente, no pude dejar de ser lo que es y cuál es su función en la vida, no como obligación, sino como sentido de la misma. Descubre que ese amor, aunque condenado a morir, es mucho más intenso que la cadena perpetua tras un frío cristal, bajo la mirada atónita de niños y mayores, a quienes ni siquiera conoce, y que no podrán jugar con él. En cambio, valdrá la pena vivir cada instante de su preciosa existencia como juguete. Convence de ello a Jesse (no así al viejo capataz del espectáculo, quien se siente desplazado a la categoría de juguete de segunda clase, y ve en el museo una oportunidad de ser reconocido) y todos juntos, tras una trepidante aventura -en la que, de paso, Buzz Lightyear se enfrentará a un doble suyo (escena claramente inspirada en un episodio de Star Trek), reviviendo su adquirida toma de conciencia, y Rex, el dinosaurio, encontrará el valor del que carecía para enfrentarse al peligro-, volverán, sanos y salvos a casa de su dueño.

Hay en Toy Story, además, una profunda vocación cinéfila: tomas asombrosas, posibles sólo en el contexto de la realidad virtual, una mayor definición en los «decorados», con un uso magistral de la profundidad de campo, y en los personajes, en especial, en los humanos, absolutamente logrados, así como continuas referencias a clásicos del cine, tan dispares como 2001: Odisea del Espacio, Robocop, Parque Jurásico (Rex reflejado en el retrovisor de coche de juguete), El Imperio Contraataca (memorable la secuencia en que el malvado Zorg confiesa al doble de Buzz Lighyear que, en realidad, él es su padre), Viva las Vegas, con sugestivo encuentro con las siempre sonrientes Barbies, en plan fiesta playera, Dos Hombres y un Destino (asalto al portamaletas del aeropuerto), La Jungla 2: Alerta roja, etc.

Pero lo que, sin duda, más asombra de Toy Story 2, como ya ocurría en la primera, es, precisamente, que no asombra, no hay en ella retórica, ni pretenciosidad, ni virtuosismo hueco, ni prepotencia, ni ostentación gratuita de medios -que los tiene, y muchos-, sino, por el contrario, una exquisita sencillez y un gusto por el detalle que nos hace olvidar, durante los cortísimos 92 minutos que dura, que se trata de una película realizada íntegramente por ordenador. ¿Que no lo había comentado hasta ahora? ; bueno, seguramente no hacía falta, ¿verdad? Disfrútenla, y no olviden visionar las «falsas tomas falsas» que aparecen en los títulos de crédito finales.