Abre los Ojos: Vértigo

Segundo largometraje, tras la muy exitosa Tesis, de , este jovencísimo director, llamado a convertirse en uno de los más firmes valores de nuestro cine; un cineasta total, capaz, no sólo de escribir y dirigir sus películas, sino que además compone en parte sus bandas sonoras, e incluso se permite la licencia de aparecer en breves «cameos», al más puro estilo Hitchcock, probablemente el director más influyente de todos cuantos ha habido, y cuya obra sirve de constante referencia para Amenábar, en especial, su gran obra maestra, Vértigo, film enigmático y complejo que podría muy bien haber servido de base para el sugerente juego de apariencias y realidades que se desarrolla en Abre los ojos.

Pero si en aquella mítica película eran dos mujeres de extraordinario parecido, que en realidad eran la misma, las que obsesionaban al protagonista (aquí transformado en un joven, atractivo y triunfador niño pijo), en el caso de Abre los ojos son dos mujeres muy diferentes, una sexualmente insaciable, celosa, autodestructiva y, al mismo tiempo, destructora (la típica chica «kamizaze», tal y como la definió en la agresiva Maridos y mujeres); la otra más misteriosa, más etérea, y, por ello, más inalcanzable, quienes acaban adoptando la misma personalidad. Todo ello en un contexto onírico, entre el thriller psicológico y la ciencia ficción trascendental, algo así como una mezcla entre The Game -aunque, afortunadamente, mucho menos artificiosa- y Desafío Total (a mi juicio, la película más brillante y compleja del irregular ), pero con una estructura desconcertante y una atmósfera inquietante y perturbadora, en clara sintonía con el cine de (no me extraña que Amenábar haya incluido, entre los personajes, una especie de Pepito Grillo mefistofélico, sin duda, inspirado en la particular fauna «lynchiana», como se puede apreciar en Carretera Perdida), y con curiosas coincidencias con recientes estrenos de éxito (comparar, en este sentido, la escena de la Gran Vía desierta -aunque, je, je, no del todo- y una muy similar aparecida en The Devil's Advocate). Un pastiche del que Amenábar ha sabido extraer un estilo personal, algo muy difícil de conseguir, sobre todo por directores que practican lo que, tal vez erróneamente, se ha dado en llamar cine de género, no sin cierto tono despectivo (como si los , o el mismísimo no hubiesen aportado nada a este centenario arte), pero que, sin embargo, debe pulir y perfeccionar, pues aún es visible cierto afán pretencioso por demostrar una temprana genialidad, mediante la composición virtuosista de las secuencias y los planos, o una falta de naturalidad y credibilidad en los personajes, diálogos y situaciones, que, en manos de un director más experto, aunque no por ello más talentoso, habrían estado mejor definidos. Por poner un ejemplo, lo que el propio Amenábar considera una herejía: echarle en cara a Hitchcock que desvelara el misterio de Vértigo a mitad de la película, y no al final, como hace él en Abre los ojos, no es más que la constatación palpable de su ingenuidad, pues si alguien cometió una herejía -por otra parte, necesaria y magistral- fue Hitchcock; mientras que lo que él hace en Abre los ojos es lo convencional. O, tal vez, Amenábar no sea tan ingenuo, tal vez lo que hizo fue tratar de justificar, tramposamente, su pequeña traición hacia la obra maestra que, indudablemente, le ha servido de molde. Eso sí que sería una herejía, aunque podríamos perdonársela. Yo, al menos, lo haría.

Poder Absoluto: Todos los hombres del presidente

Film menor dentro de la encomiable carrera del actor-director , Absolute Power se deslinda de la actual tendencia laudatoria hacia la figura del Presidente de los EEUU, para presentarnos a un inquilino de la Casa Blanca bebedor, mujeriego y embustero.

Basada en una mediocre novela de intriga, la película narra las peripecias de un veterano ladrón profesional que es testigo de la agresión a la joven esposa de un influyente personaje de Washington por parte del mismísimo mandatario estadounidense, y de la letal intervención de sus hombres de confianza para salvaguardar la integridad de tan egregio personaje.

Con una realización convencional, un guión discretito, aunque efectivo, y un plantel de actores de quitarse el sombrero (a parte del propio Eastwood, como el escurridizo ladrón, destacan , como el pérfido presidente, , como su inseparable «mano derecha», la mujer que infructuosamente trata de sacarle de todos los líos, el siempre inquietante y , como los fieles sicarios del Servicio Secreto, , como el investigador encargado del caso, el veterano , como el principal valedor del presidente, y marido engañado de la víctima, y la preciosa y -desgraciadamente- poco prodigada , como la hija del involuntario testigo), el film carece, sin embargo, de un ajustado sentido del ritmo. Algunas escenas, como la que abre la película, se hacen interminables, como si el director tratase de forzar al límite la sensación de angustia y suspense. Otras, en cambio, están aceleradas y mal resueltas (servidor sigue preguntándose cómo coño -con perdón- lo hace el protagonista para burlar en todo momento a la policía, al FBI, al Servicio Secreto y a Santo Cristo con unos disfraces tan casposos que hasta dan grima).

El problema, a mi juicio, no está en el guión (bastante ha hecho el gran al dar una mínima consistencia a una trama tan inverosímil), sino en su traslación a imágenes. Siempre he pensado que la gran asignatura pendiente de Clint Eastwood como director es el manejo del «tempo». Una buena puesta en escena no consiste sólo en saber colocar los personajes y la cámara en el sitio correcto, sino en saber desarrollar las escenas al ritmo adecuado, sin prisas, pero sin pausas. Lo que Clint Eastwood nos cuenta en dos horas, Hitchcock lo haría, en media hora, en unas de sus magníficas historias para la Televisión. No es mi intención criticar al bueno de Clint; al contrario, admiro el clasicismo de sus películas, pero creo que debería pulir algunos defectos, ponerse en el lugar de un espectador de metro ochenta de altura que trata de acomodarse como puede en el diminuto espacio que separa una fila de butacas de otra.

Por suerte, la película logra salvarse gracias al buen hacer de los actores, a algunos detalles que demuestran la nueva sensibilidad adquirida en los últimos años por Clint Eastwood (la relación entre el veterano ladrón y su hija, nada menos que fiscal, nos muestra la cara más amable del antaño «tipo duro» por excelencia) y a una sanísima intención crítica hacia los siniestros mecanismos del Poder y hacia la, a menudo, abusiva y cínica conducta de quienes lo ostentan. Triste consuelo es saber que los malos casi siempre pierden en la ficción. Ojalá ocurriese lo mismo en la realidad.