Mejor… Imposible: El lado bueno de la vida

Como ya es habitual, el irregular director norteamericano , realizador de la multipremiada y sensiblera La fuerza del cariño, vuelve a contar con su amigo para una comedia, cuyo principal aliciente no reside exactamente en la historia que nos cuenta, sino en las portentoso trabajo de sus intérpretes, entre los que, además del propio Nicholson, ganador del Oscar de la Academia de Hollywood, destacan una portentosa (que recuerda poderosamente a actrices clásicas de comedia, como, por ejemplo, ), también ganadora del Oscar, capaz de sostener la mirada al mismísimo Jack (algo nada fácil de conseguir), y un memorable (nominado para el Oscar al mejor actor de reparto), quien, con su estupendo papel de gay, consigue el milagro de hacernos olvidar al de La boda de mi mejor amigo.

Jack interpreta a Melvin, un neurótico compulsivo, desagradable, machista, homófobo, paradigma de la mentalidad políticamente incorrecta (en la ceremonia de entrega de los «oscars», bromeó afirmando que sería el perfecto candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos), quien, sin embargo, es capaz de escribir novelas románticas de éxito. Y es que, en el fondo de ese ser aparentemente despreciable, se esconde un corazón sensible al que le cuesta emerger a la superficie, pero que, a lo largo del film se irá manifestando cada vez con más fuerza, gracias a los dos personajes, la camarera cuyo hijo sufre todo tipo de alergias asmáticas, y el pintor gay, dueño de un simpático perrito (todo un puntazo), hasta concluir en el inevitable final feliz, tan predecible como complaciente.

Con un guión de tono costumbrista, más atento a la evolución de los personajes que a desarrollar un argumento, una realización un tanto convencional e irregular (significativo que el director no hubiese sido nominado al Oscar), y que hace una contundente -aunque, tal vez, desvirtuada por tratarse de una clásica comedia romántica- denuncia del terrible sistema sanitario estadounidense (el pintor arruinado al pagarse una operación de cara tras ser horriblemente agredido en su propia casa, la chica cuyo seguro médico no le llega ni para realizarle unas analíticas a su hijo…). Un film, en definitiva, interesante, con algunas lagunas, y que cuenta, probablemente, con el mejor trabajo interpretativo, en cuanto a comedia se refiere, de los últimos años. Las risas están aseguradas.

La boda de mi mejor amigo: Cantar, bailar, amar…

En estos tiempos en que la clásica confrontación entre comunistas y capitalistas ha dado paso a otra, no menos exacerbada, entre fumadores y no fumadores, es de agradecer que la protagonista de una comedia concebida para generar múltiples dividendos en taquilla, como es La boda de mi mejor amigo, se pase media película calando cigarrillos, de puro nervio. Yo, que no soy fumador -ni ganas-, no acabo de entender esa especie de cruzada contra el teórico «mal ejemplo» que es ver fumar en la gran pantalla a una estrella de Hollywood.

(actriz que no es, en absoluto, de mi devoción, pero que en este caso he de reconocer que está soberbia) interpreta en este segundo film de (autor de la, quizás, más fresca, aunque menos lograda La Boda de Muriel) a una crítica culinaria que ve frustrado el gran sueño de su vida cuando su mejor amigo, un antiguo novio, periodista deportivo, al que sigue amando secretamente, le anuncia que va a casarse con una sumisa jovencita (maravillosa , demostrando que tras esa carita de porcelana y esas curvas de infarto se esconde una actriz de gran talento), casi perfecta, aunque un pelín simple, hija única de unos multimillonarios.

Haciendo gala de todo tipo de estratagemas diabólicas, incluso involucrando a su editor y amigo, un gay con mucha sorna (magistral ; merece un Oscar), quien trata de disuadirla sobre sus intenciones, Julia aprovecha su condición de madrina de la boda para tratar de evitar el enlace, jugando un doble papel de consejera de los futuros esposos, sobre todo de la novia, a quien malintencionadamente le reprocha que lo deje todo, incluido sus estudios, para casarse, y a quien pone en un serio compromiso al sugerirle que convenza al novio para que deje su empleo y acepte uno más cómodo y remunerado en el seno familiar, sabedora de que su amado le hace ascos a la vida burguesa. Todo se complica cuando un e-mail accidentalmente enviado le cuesta el puesto de trabajo al novio (, perfecto en su incómodo papel de «príncipe azul» soso y descafeinado).

El australiano P. J. Hogan se atreve a ironizar sobre los malgastados clichés de la llamada comedia romántica sofisticada americana, demostrando una loable inteligencia al utilizar de modo calculadamente exagerado todos los convencionalismos del género (incluyendo delirantes númeritos músico-vocales al estilo Todo dicen I Love You, de ), exceptuando el final, sorprendente y optimista, que no voy a desvelar, aunque sé que muchos ya lo conocen, y en el que la verdadera amistad, contrapuesta a sentimientos tales como los celos, los reparos, la inseguridad y el remordimiento, termina triunfando ante el contradictorio y destructivo afán posesivo de la protagonista, quien, sólo al final, muy al final, acabará aceptando su destino, no con resignación («esto también pasará» -cuenta un botones que le decía su abuela), sino con sincero convencimiento.

Bien arropado por un excelente grupo de actores y actrices, y por una encomiable labor de producción, P. J. Hogan consigue crear un falso universo kitsch, donde los personajes (en especial, las dos repelentes damas de honor), los decorados, los trajes hortera y los tonos pastel nos remiten a argumentos y situaciones de los años 50 y primeros 80 (década plagada de insulsas comedietas burguesas), manipulados con evidente mala uva (sólo hay que fijarse en el descacharrante número musical que acompaña a los títulos de crédito iniciales) por el mencionado director, con resultados más que notables, pese a la aparente trivialidad de la historia, que hacen de La boda de mi mejor amigo una de las mejores comedias estrenadas en el año.