Celebrity: La Dolce Vita

Con menor unanimidad, en cuanto a las críticas se refiere, se ha estrenado en nuestras salas la última película de , una cita casi obligada para todo cinéfilo de pro, en especial desde que al genio de Brooklyn le ha dado por estrenar film todos los años, en una clara demostración de su actual estado de gracia.

Esta vez, Allen extiende sus redes sobre el superficial universo de la jet (léase actores, modelos, productores e incluso intelectuales), como contexto para sus particulares «neuras», personalizadas en el personaje interpretado por el actor (Woody Allen se ha limitado a dirigir, usando al actor británico como alter ego), un novelista articulista cuarentón, fracasado profesional y sentimentalmente, que trata de colar un guión mediocre a alguna gran estrella de cine, y su ex-esposa (maravillosa ) , una «activista» católica que en un momento crucial encuentra la fama y el amor, algo que, por otra parte, no ha buscado y que incluso le causa remordimientos, fruto, sin duda, de su estricta educación religiosa, lo que da pie a situaciones realmente jocosas, como la espléndida escena en que la protagonista recurre a una profesional del sexo para que le adiestre en artes amatorias y esta última le muestra cómo hacer la felación, usando para ello un plátano.

Aparte de afrontar la llamada crisis de los cuarenta, el paso del tiempo y la búsqueda desesperada de la felicidad en plena decadencia vital (el film se abre y se cierra con un avión que escribe en el cielo la palabra «HELP», o sea, ¡ayuda!), Allen disecciona en apenas dos horas toda una inmensa fauna de personajes famosos que deambulan por Nueva York, desde la estrella de relumbrón que, al igual que Clinton, no incluye el sexo oral como acto de infidelidad conyugal, pasando por la impresionante modelo calienta-braguetas, hasta el ídolo juvenil adicto al sexo y las drogas ( interpretándose, probablemente, a sí mismo), incluyendo, además, a escritores, dramaturgos, periodistas, magnates, productores de cine y televisión…, todo ello conformando, como bien se explica en el propio film, un mundo en el que todos son célebres y nadie es un desconocido, donde todo forma parte del espectáculo, donde «skin heads» y adeptos del Ku Klux Klan comparten canapés con activistas afroamericanos y rabinos judíos, antes de lo que se presume como un intenso «talk-show» televisivo, donde encontrar los anhelados 15 minutos de fama, la mayoría de las veces, es pura cuestión de suerte. Un universo, sin duda, deudor del mejor (director muy admirado desde siempre por Allen), en especial, de su magnífica La Dolce Vita, deliciosamente fotografiado en blanco y negro (en esto hasta se permite un pequeño chiste con un ficticio realizador de culto) y, de nuevo, apoyado en un reparto de los que quitan el sentido, lo que confiere a Celebrity un alto grado de ironía.

Si algo hay que achacarle a la película, quizás sea el escaso juego que proporciona Brannagh como protagonista, tal vez demasiado influenciado por el tipo de personajes que suele interpretar Woody Allen de manera más convincente. También se echa en falta una mayor presencia cuantitativa del personaje interpretado por en la historia, dada su importancia cualitativa (es, por así decirlo, la falsa materialización del deseo del novelista). Pese a ello, mi impresión general es que, una vez más, Woody Allen nos ha dado a todos una lección de cómo contar una historia de enorme complejidad y múltiples lecturas en poco tiempo (la concisión del guión es francamente asombrosa) y de forma amena, sin resultar en ningún momento cargante o pretencioso, algo que no puede decirse de ciertos «popes» de la cultura audiovisual elevados a la categoría de mitos y endiosados por su egocentrismo sin límites. Uno de ellos, acaba de dejarnos recientemente, y no doy más pistas…

La Vida es Bella: Sacrificio

En primer lugar, no aspiro a ser quien zanje definitivamente el espinoso tema de si es factible hacer comedia de un asunto tan serio como es la Shoah (lo que comúnmente denominamos Holocausto Judío). Y no soy quien, sencillamente, por que no he conocido el inmenso sufrimiento que supuso para millones de seres humanos el exterminio nazi.

Sí puedo decir, siempre a modo de opinión personal, que no he encontrado nada en La Vida es Bella que pueda resultar ofensivo contra lo que significó aquella tragedia. Si la película no refleja la realidad de aquellos hechos de modo absolutamente fiel, tal vez sea por que , al igual que el protagonista, quien protege a su pequeño, ocultándole con mentiras y cuentos el terrible drama que están viviendo dentro de un campo de exterminio nazi, sacrifica esa realidad, disfrazándola a modo de fábula (algo que nos deja muy claro al principio de la película), apelando, si duda, a lo poco, tal vez, poquísimo, que nos queda de inocencia a los espectadores. Me parece, de ser esa su intención, un hermoso gesto por su parte.

De todos modos, cabría decir que, si bien la primera mitad del film, la que narra el encuentro y conquista de una bella dama de familia acomodada (la muy expresiva ) por un sencillo y dicharachero camarero judío, en pleno apogeo fascista en Italia, sigue los dictados de la clásica comedia italiana, con homenaje incluido a Fellini y De Sica, salpicada con detalles surrealistas y bufonescos, la segunda mitad adquiere unos tintes tragicómicos como hacía años que no se veían. Esa mezcla de sensibilidad, sentimiento y amor por la vida hace que el espectador salga del cine con una extraña sensación agridulce, conmovido por el inmenso sacrificio del protagonista (genial, pese a su histrionismo, Roberto Benigni), y contento porque esa apuesta por la inocencia se ve finalmente jalonada por una salvación, no completa, pero sí todo lo feliz que podía ser, dadas las circunstancias.

Sería muy difícil escoger un momento destacable de la película, ya que está lleno de instantes memorables, pero esa última mirada del padre a su hijo, esa última payasada antes del desenlace, hacen que pagar por ver esta joya no sólo no constituya un sacrificio, sino que para mí supuso un regalo inolvidable. La vida es bella porque es única. Gracias, Roberto, de todo corazón.

Toy Story 2: El síndrome de Estocolmo

Existen muy pocos precedentes de segundas partes o secuelas que superen una primera entrega. Así, de pronto, se me ocurren algunos ejemplos: El Padrino 2, El Imperio Contraataca, La Novia de Frankenstein, etc. La primera entrega de Toy Story, película revolucionaria en cuanto a su concepto y su realización, cuenta con el mérito añadido de crear de la nada unos personajes, unos caracteres con un complejo perfil psicológico, así como un universo peculiar en el que se desenvuelven. Por tanto, la difícil superación del original debía, obligatoriamente, venir por otros caminos. Quizás, por una mayor indagación en el aspecto psicológico, así como una elaboración más cuidada del guión y de la puesta en escena. Objetivo conseguido.

, el auténtico cerebro creativo de Pixar (pese a que, esta vez, parece haber querido mantenerse en un discreto segundo plano, al menos, en cuento al aspecto promocional del film), vuelve a profundizar en la que ha sido, desde sus primeros cortos, la constante temática -con la salvedad de Bichos– de su carrera: la vida secreta de los objetos; y lo hace utilizando como pretexto argumental un viaje aventura, que se convierte, al mismo tiempo, en un viaje conocimiento. El secuestro de Woody, al intentar rescatar a un pingüino de juguete, de apariencia, por cierto, muy similar a la mascota oficial de Linux, por un coleccionista sin escrúpulos, quien tratará de venderlo como reliquia a un museo japonés, es la excusa perfecta, para que, una vez más, los intrépidos juguetes se lancen al rescate, movidos por sentimientos tanto de amistad como de gratitud, especialmente en el caso de Buzz Lightyear. Pero hay más: a raíz de su secuestro, Woody descubre su pasado, cuando era la estrella principal de un antiguo programa televisivo, que le dio fama, años antes de que los juguetes espaciales coparan las preferencias de los niños. Se reencuentra con sus antiguos compañeros del espectáculo, en especial, con una joven vaquerita, Jesse, inspirada ciertamente en la jovial Juanita Calamidad, quien le abrirá los ojos acerca de una realidad cruel, aplicable, y esto es lo importante, no sólo a los juguetes, sino también a las personas: el paso del tiempo y los cambios que obran en los sentimientos, conducen, indefectiblemente, hacia la pérdida del afecto por aquello que se posee, y, como consecuencia, al abandono, la indiferencia y el olvido. Ocurre con los juguetes de nuestra infancia, a medida que nos hacemos mayores, ocurre con los amigos en distintas etapas de nuestra vida, ocurre con nuestros padres, a medida que se convierten en ancianos necesitados, generalmente, del mismo afecto que nos han proporcionado durante gran parte de nuestra existencia, ocurre con la pareja, cuando nos cansamos de ver, al despertar, la misma cara frente a nosotros, cuando ya no soportamos los ronquiditos que antes nos parecían tan simpáticos, cuando el amor, inevitablemente, deja de existir…

Woody comprende, de inmediato, la situación y el temor le lleva a optar por la fama de vitrina y exposición, que, al menos, es imperecedera -o eso cree él- antes que disfrutar de un cariño, más directo, más real, pero con fecha de caducidad. Sin embargo, gracias, sobre todo, a la audaz intervención de sus amigos, Woody se da cuenta que, por mucho que lo intente, no pude dejar de ser lo que es y cuál es su función en la vida, no como obligación, sino como sentido de la misma. Descubre que ese amor, aunque condenado a morir, es mucho más intenso que la cadena perpetua tras un frío cristal, bajo la mirada atónita de niños y mayores, a quienes ni siquiera conoce, y que no podrán jugar con él. En cambio, valdrá la pena vivir cada instante de su preciosa existencia como juguete. Convence de ello a Jesse (no así al viejo capataz del espectáculo, quien se siente desplazado a la categoría de juguete de segunda clase, y ve en el museo una oportunidad de ser reconocido) y todos juntos, tras una trepidante aventura -en la que, de paso, Buzz Lightyear se enfrentará a un doble suyo (escena claramente inspirada en un episodio de Star Trek), reviviendo su adquirida toma de conciencia, y Rex, el dinosaurio, encontrará el valor del que carecía para enfrentarse al peligro-, volverán, sanos y salvos a casa de su dueño.

Hay en Toy Story, además, una profunda vocación cinéfila: tomas asombrosas, posibles sólo en el contexto de la realidad virtual, una mayor definición en los «decorados», con un uso magistral de la profundidad de campo, y en los personajes, en especial, en los humanos, absolutamente logrados, así como continuas referencias a clásicos del cine, tan dispares como 2001: Odisea del Espacio, Robocop, Parque Jurásico (Rex reflejado en el retrovisor de coche de juguete), El Imperio Contraataca (memorable la secuencia en que el malvado Zorg confiesa al doble de Buzz Lighyear que, en realidad, él es su padre), Viva las Vegas, con sugestivo encuentro con las siempre sonrientes Barbies, en plan fiesta playera, Dos Hombres y un Destino (asalto al portamaletas del aeropuerto), La Jungla 2: Alerta roja, etc.

Pero lo que, sin duda, más asombra de Toy Story 2, como ya ocurría en la primera, es, precisamente, que no asombra, no hay en ella retórica, ni pretenciosidad, ni virtuosismo hueco, ni prepotencia, ni ostentación gratuita de medios -que los tiene, y muchos-, sino, por el contrario, una exquisita sencillez y un gusto por el detalle que nos hace olvidar, durante los cortísimos 92 minutos que dura, que se trata de una película realizada íntegramente por ordenador. ¿Que no lo había comentado hasta ahora? ; bueno, seguramente no hacía falta, ¿verdad? Disfrútenla, y no olviden visionar las «falsas tomas falsas» que aparecen en los títulos de crédito finales.

La delgada línea roja: La naturaleza en conflicto

Con tan sólo dos películas, la entonces prometedora Malas Tierras y la bella, aunque a veces empalagosa, Días del cielo, el director norteamericano , uno de los personajes más enigmáticos del cine de las últimas décadas (se ha llegado a decir, tal vez precipitadamente, que es el J. D. Salinger del séptimo arte), se granjeó la simpatía de una serie de críticos intelectuales, pasando a formar parte de la elite de cineastas de culto. Ajeno a estas afinidades, Malick decidió tomarse un descanso que ha perdurado la friolera de veinte años.

Ahora, tras tan larga ausencia, vuelve a la dirección con un film bélico poético y desgarrador, adaptación libérrima de una novela de James Jones, autor de la célebre «De aquí a la eternidad«, que narra la terrible experiencia de un batallón destinado a la toma de la isla de Guadalcanal durante la Segunda Guerra Mundial.

Resultaría inútil hacer comparaciones entre la complejísima y, en ocasiones, metafísica película de Malick y la directa, brutal y muy física Salvar al Soldado Ryan de , de no ser por su coincidencia en el tiempo y en el género que abordan. Ambos directores, aún compartiendo el mismo objetivo último desmitificador de la guerra (más matizado en el segundo caso), siguen caminos muy diferentes, yo diría que opuestos, enfrentados. Mientras que la de Spielberg es una película de personajes, en la que los soldados adquieren todo el protagonismo, La Delgada Línea Roja prefiere escarbar en el entorno, en esa contraposición trágica entre la naturaleza (la misma, en realidad) en estado primitivo, dotada de una incomparable belleza, y esa otra naturaleza hostil, cruel que envuelve la batalla.

No es el único conflicto que muestra el film. Hay, además, un extraordinario conflicto interior (expresado en voz en off) en todos y cada uno de los personajes de la película, y que, a mi juicio, tiene que ver con la idealización y la búsqueda de la divinidad, representada para unos en un sentido literal (el capitán destituido), para otros en la persona amada, de la cual se espera que permanezca fiel durante la ausencia (el soldado interpretado por ), o en una bucólica isla habitada por una tribu, cuyos miembros conviven en absoluta armonía, recordándonos la naturaleza bondadosa e inocente del hombre (el personaje, llamémosle principal, encarnado por el desconocido ). En los tres casos la búsqueda se ve truncada por la siniestra lógica de la guerra, por la inhumana ambición de quienes viven de ella (a destacar, en este sentido, el imprescindible papel que desempeña el teniente coronel interpretado por ), y esa gran mentira, denunciada colosalmente por el sargento del batallón (magnífico, como siempre, ), que conduce al enfrentamiento entre seres humanos (aquí Malick no hace distinciones entre japoneses y americanos, como puede comprobarse en la magistral secuencia de ataque al campamento nipón) y a la destrucción de todo cuanto hemos creado.

Quizás, el único fallo de la película, pero suficiente para no considerarla una obra maestra, sea que la absoluta falta de retórica (un elemento que sí es apreciable en el film de Spielberg) y la exquisita profundidad con que está tratado el tema, no llega a compensar las interminables tres horas que dura la película, tal vez por que el señor Malick, gran amante de la ornitología, se explaya demasiado en la contemplación de loritos verdes (por no hablar de los innumerables flash-backs con la dichosa mujercita de soldado), y esto, mezclado con la carga filosófica del film, puede resultar indigesto. A mí, a veces, me pareció una pedantería, eso sí, brillantemente fotografiada (el trabajo de es, sencillamente, perfecto) y con un envoltorio musical (made in ) realmente espléndido. ¡Ah!, y una recomendación: admiradores de Rambo, abstenerse de ir a verla.

Salvar al soldado Ryan: ¡Sálvese quién pueda!

El maestro solía decir que su película bélica ideal sería aquella en la cual un francotirador disparara a los espectadores desde detrás de la pantalla, pues sólo así tendrían una percepción clara de lo que es el miedo a morir en combate. Según este presupuesto, Salvar al soldado Ryan contiene, en dos largas secuencias muy puntuales lo más parecido a la guerra que se ha visto hasta ahora en una pantalla de cine.

Pocas veces se ha mostrado con tanto verismo el horror y la crueldad del combate como en la recreación cinematográfica que realiza Spielberg del desembarco de las tropas aliadas en Francia, concretamente en Omaha Beach (Saint-Laurent-sur-Mer), batalla considerada clave en la resolución final de la Segunda Guerra Mundial, con la que se abre el film, o en la no menos terrorífica secuencia final, en la que los protagonistas tratan de defender un puente ente el avance incontenible de las tropas alemanas. En ambas secuencias Spielberg recurre al tono documental, obviando toda referencia al patriotismo y heroicidad de los soldados aliados, muy al contrario, lo que se nos muestra es un dantesco torbellino de vómitos, cráneos destrozados, vísceras reventadas, carne chamuscada y, sobre todo, miedo y confusión de unos soldados atrapados en una auténtica carnicería, donde el valor y la ética son irremediablemente sustituidos por los recurrentes «sálvese quien pueda», «matar o morir» y «no hacer prisioneros».

Para estas escenas Spielberg, inteligentemente, utiliza la filmación cámara al hombro, con imágenes granuladas y borrosas, al estilo de las famosas fotos de Robert Capa, intencionadamente demacradas, exceptuando el color rojo de la sangre (el trabajo fotográfico de constituye, aparte de lo mejor del film, todo un hito en la historia del cine); un montaje vigoroso, con continuos cambios de ritmo, con una utilización nada artificiosa del «ralentí», técnica con la que Spielberg abandona el estruendo de ametralladoras y morteros y, por unos instantes, consigue centrar toda nuestra atención en las imágenes, multiplicando por cien su efecto devastador sobre el, ya de por sí, aturdido espectador.

Lo que hay entre medias es un continuo descenso a los infiernos por parte de un grupo de soldados, capitaneados por un magistral (que no ganó el Oscar por culpa de ), asqueados de la guerra y de su siniestra lógica, quienes, por motivos humanitarios, son enviados a rescatar a un soldado () que ha perdido a tres de sus hermanos en combate. Spielberg sigue el trágico periplo de estos soldados indagando en sus personalidad, sacando a la luz sus miedos, sus dudas así como el traumático efecto que la guerra causa sobre ellos, convirtiendo a humildes ciudadanos de a pie en verdaderos asesinos sin escrúpulos, algo que el capitán interpretado por Tom Hanks no esta dispuesto a tolerar, ni en su persona, ni en sus soldados.

Spielberg da muestra, a menudo, de un singular distanciamiento bretchiano, en escenas como la de los soldados rebuscando el nombre de James Ryan entre las chapas identificativas de los caídos en combate (en alusión directísima a Invasión en Birmania, de ), o la macabra confusión con otro soldado del mismo nombre. Sin embargo, otras veces se muestra demasiado ampuloso y superficial: la justificación de la misión en base a una carta de Abraham Lincoln, la muy mal resuelta secuencia en que los soldados escuchan una canción francesa (compárenla con una conmovedora escena, bastante similar, que aparecía en Senderos de Gloria, de ), el mediocre comienzo y el moralista final en el cementerio de soldados estadounidenses, etc.

Por otra parte, Spielberg peca de soberbia al afirmar que «todas las películas sobre la Segunda Guerra Mundial rodadas en Hollywood durante los últimos 50 años eran románticas versiones de los días de gloria, eran entretenimiento y propaganda». No cuenta Spielberg que sus principales fuentes de inspiración para esta película han sido auténticas joyas del cine bélico, como la anteriormente mencionada Senderos de Gloria, la estupenda La roja insignia del valor, de , la imprescindible Uno Rojo: división de choque, de Sam Fuller (quizás, junto a la casi olvidada Cuatro hijos, de John Ford, el referente más claro de Salvar al soldado Ryan), las sobrecogedoras Playa roja, de Cornel Wilde, o El puente, de (claramente inspiradora de la batalla final); por no hablar de otros títulos más recientes, como La chaqueta metálica, de Kubrick (recuerden sino la escena del francotirador), Platoon, de , etc. Películas que, pese a que algunas no tratan sobre la Segunda Guerra Mundial, abordan con gran rigor el tema de la futilidad de las guerras, porque todas las guerras son igualmente crueles e injustas.

Y es que, como muy bien afirmaba Maruja Torres en un artículo de la época, «Spielberg cree que los grandes temas de la humanidad empiezan a existir para la pantalla cuando el los toca». Puede que para los olvidadizos yanquis tenga razón Spielberg. Tal vez por ello se han apresurado, a mi juicio, precipitadamente, a calificar a Salvar al soldado Ryan como «la mejor película bélica de la historia».

Pero lo peor no es esto. Mucho más grave, y lo que constituye un auténtico agravio comparativo respecto a los filmes anteriormente mencionados, es la escasa valentía de Spielberg al eludir toda profundización crítica hacia los altos mandos (auténticos promotores de las carnicerías guerreras) y toda la estructura militar en su conjunto (tan sólo unas leves referencias a la «cadena de mandos» y a la inutilidad de arriesgar la vida de varios soldados para salvar la de uno que ni siquiera se sabe si está vivo). Da la sensación de que el señor Spielberg pretende dejar contento a todo el mundo. Por un lado denuncia la crueldad y la falta de ética de las guerras, pero por otro justifica la Segunda Guerra Mundial apelando a la lucha por las libertades. Lo siento, pero este argumento no se sostiene. Esta guerra, como muchas otras, se podría haber evitado a tiempo.

Si encima recurre al discurso parcial, sensiblero y moralista (la bandera estadounidense ondeando y el recordatorio general subjetivizado en la persona del soldado Ryan: «haz que merezca la pena -lo que hemos hecho por ti-«), entonces no cabe duda de que estamos todavía muy lejos de ver una obra maestra. Pese a que en nuestra retina quedarán para siempre grabadas imágenes como la del soldado nazi clavando un puñal al soldado judío-americano, el espanto de un chaval de academia ante la masacre, el «ajusticiamiento» diferido de un prisionero poco escarmentado, anteriormente liberado, la incomprensión del soldado interpretado magníficamente por Edward Burns (director de Ella es única), el fanatismo religioso de un francotirador con la sangre de horchata, la pérdida de la inocencia de un casi niño de la América profunda, convertidas en lágrimas de anciano en deuda permanente con su pasado, y sobre todo la mano temblorosa y la mirada perdida de un antihéroe americano.

Insisto, aun le queda mucho a Spielberg para convencerme de su valía, pero éste es, sin duda, un gran paso adelante. Para completar el camino lo tiene francamente fácil. Sólo tiene que volver a sus orígenes: a la maravillosa sencillez de Duel (El diablo sobre ruedas), la admirable frescura de Sugarland Express (Loca evasión) y, por supuesto, el portentoso pulso narrativo de Jaws (Tiburón), sus tres obras maestras todavía no superadas.