Precedido por una imaginativa campaña publicitaria y avalado por el espectacular éxito de la serie Mr. Bean, el desembarco del peculiar personajillo en nuestras salas de cine se ha saldado, como era de esperar, con una espectacular recaudación en taquilla.
Con las expectativas puestas en pasar un agradable rato disfrutando del inteligente y calculado humor de Rowan Atkinson, muchos han sido, sin embargo, los fans de la serie que se han sentido traicionados. Y es que, sinceramente, he visto capítulos de la serie bastante más logrados que esta película. Bean, lo último en cine catastrófico, se limita ha repetir los elementos que han hecho popular a este personaje (incluso la realización es marcadamente televisiva), que mezcla la expresividad de Jerry Lewis, el perfeccionismo de Charles Chaplin (no se puede negar que los guionistas se han estrujado el cerebro en la puesta en escena de los gags) y el amaneramiento de Jacques Tati, acentuando mucho más el tono histriónico y desagradable, sin duda, para conseguir un mayor impacto en el público norteamericano, acostumbrado a las andanzas del «ínclito» Jim Carrey, y hacia quien, indiscutiblemente va dirigida la película (pese a que se pretenda disimular mostrando, una vez más, esa especie de animadversión mutua entre ingleses y estadounidenses que se remonta a los tiempos de George Washington). Sin embargo, a mi entender, falta un elemento esencial que hacía que la serie sobresaliera y que la película casi ha obviado. Me refiero a esa típica -yo diría que tópica- obsesión británica por evitar hacer el ridículo, cayendo aún más si cabe en él, que caracteriza al personaje de la serie, y que tan solo es apreciable en la, por otra parte, memorable escena en que el singular hombrecillo trata por todos los medios de disimular su pantalón mojado. Sin duda este es el momento que más me recuerda a la serie, porque, por lo demás, la película no deja de ser una sucesión de gags disparatados y gestualizaciones diversas, para mayor gloria del protagonista, donde lo que menos cuenta es la sinopsis, mera excusa para que Mr. Bean cause sus esperados estragos en la ciudad de los sueños y se cargue, de paso, una parte importante del patrimonio histórico yanqui. Aunque, al final, demuestre una sorprendente astucia, dando gato por liebre a la flor y nata «cultural» (más bien especuladora) de Los Ángeles, burlándose incluso de los valores familiares tan enraizados en los EEUU, o salvando el pellejo a aquellos que más asco sienten por él. Todo ello entre risas y carcajadas de un público ávido de comedias, por muy disparatadas o banales que sean. Y es que, como muy bien nos enseñó Sullivan en la obra maestra de Preston Sturges, la risa es el bien más preciado del hombre y hacer reír es el propósito más hermoso.