Sensacional debut en la dirección del británico Peter Cattaneo, con un guión perfectamente construido y resuelto y un trabajo interpretativo envidiable. Full Monty no sólo es una de las comedias más atractivas estrenadas en la temporada. Es todo un canto a la tolerancia y un homenaje sincero y auténtico a la perjudicada clase trabajadora británica, tan castigada en los últimos años por la férrea política ultraliberal de la señora Thatcher y su heredero, el recientemente defenestrado John Major. Parece como si la llegada al poder del sonriente Tony Blair hubiese servido de excusa perfecta para que un nuevo cine social británico, más volcado hacia el retrato amable y simpático, aunque sin renunciar al ya clásico compromiso con las clases más desfavorecidas de la sociedad, se abra paso con fuerza, de la mano de unos jóvenes y prometedores realizadores, legítimos herederos de los Ken Loach, Mike Leigh, Stephen Frears y compañía.
La película se abre con un antiguo corto documental en el que se nos muestra una típica ciudad industrial inglesa en pleno auge y con unas perspectivas más que esperanzadoras en cuanto a empleo y riqueza. El plano siguiente nos muestra una factoría abandonada, desolada, y a tres individuos, dos adultos en paro y un niño tratando de aprovechar hasta la última viga para poder sacar algo de pasta, sin conseguirlo. Tras observar como un numerosísimo grupo de mujeres gastan sus ahorros para ver un espectáculo de striptease masculino, a uno de ellos se le ocurre la genial idea de crear su propio grupo de «boys», con la excusa, un tanto machista, de que ellos lo harían mejor y son más auténticos que un puñado de «maricones» con músculos. Sin embargo, las verdaderas motivaciones para que, definitivamente, se atrevan a realizar este empeño, son otras, y se resumen en un admirable objetivo: recuperar la dignidad. Para ello, primeramente, seleccionan a los futuros bailarines, hombres sin oficio, sin un futuro claro a la vista, que carecen de autoestima: un suicida frustrado, un afro-británico que da la talla como bailarín, pero que carece de otros «atributos», un joven que posee grandes «atributos», pero no precisamente como bailarín, y un antiguo capataz obsesionado con mantener su anterior nivel de vida y reconvertido en ocasional coreógrafo. A ellos hay que sumar, por supuesto, los tres individuos del principio: dos antiguos trabajadores del acero, uno obsesionado con su gordura y con su incapacidad para mantener una relación satisfactoria con su chica, y otro que ha perdido incluso a su mujer, y el hijo de este último, al que, contra viento y marea, trata de mantener a su lado.
Después vendrán los ensayos, desastrosos en su mayoría, los temores, las dudas sobre si las mujeres juzgan el aspecto físico con el mismo rasero con que lo hacen los hombres, las eventuales deserciones, los «tira y afloja», etc. No descubro nada si digo que, al final, consiguen su propósito, y no me refiero sólo a la tremenda aceptación de su striptease -algo, por otra parte, previsible- sino a la culminación de sus propias y razonablemente lógicas ambiciones personales, la resolución de sus dudas e incluso el asunción de su propia sexualidad (dos de los personajes descubren que son gays).
Toda esta peripecia transcurre con exquisita celeridad, aunque con ligerísimas caídas de ritmo, sin recurrir al humor burdo y chabacano, tratando de mostrar, sencillamente, sin efectismos ni estridencias, y con el toque justo de sensibilidad, la realidad, llena de problemas, pero también repleta de esperanzas, en que se desenvuelven los personajes. A esto contribuye, especialmente, el buen hacer de unos actores poco conocidos pero genuinos en su natural forma de actuar, entre los que destaca, sin duda, el tremendamente versátil Robert Carlyle. Toda una joya este chico Por último, recomendar fervientemente su magnífica banda sonora, repleta de buenas canciones. ¡Ah!, y si no la han visto todavía, por favor, no se pierdan la escena del baile en la oficina de empleo. Es de lo mejorcito del año, se lo aseguro.