El Pacificador: Políticamente correcto

Aburrido y decepcionante primer film producido por la factoría DreamWorks, que ha recurrido a la también debutante , realizadora de algunos capítulos de la serie Urgencias, para sacar adelante una convencional historia sobre terroristas apocalípticos y yanquis salvadores en el escenario de la posguerra fría y el conflicto, aun candente, de la antigua Yugoslavia.

El robo y posterior contrabando, por parte de un descontento y terriblemente ambicioso militar ruso, de varias ojivas nucleares, una de las cuales es codiciada por un traumatizado pianista y diplomático, que se autodefine como serbio, croata y bosnio, que pretende hacerla estallar en la Sede de la ONU en Nueva York para vengarse de las naciones occidentales, y en especial a los EEUU, a las que culpa directamente de haber alentado y fomentado la guerra en su país, e indirectamente de la muerte de su mujer y su hija por disparos de un francotirador en las calles de Sarajevo, sirve de excusa para volvernos a presentar a los Estados Unidos, encarnados en un militar granujilla y de métodos poco ortodoxos (), y en una chupatintas asexuada de Washington (), como garantes de la Paz y gendarmes del Nuevo Orden Mundial, pese a que, por una vez, la mayoría de los espectadores llegamos a sentir cierta lástima por el terrorista, debido, sobre todo, a su aspecto patético, muy alejado de los mal encarados villanos que suelen aparecer en estas películas. Pero, precisamente por ello, y porque la acción está mal dosificada, carece del ritmo apropiado (la escena del tren, que abre la película, se hace interminable), y la trama es tan simple y tonta como la descripción de los personajes, el film de Mimi Leder no sirve ni siquiera para contentar a los menos exigentes fans de las películas de acción. Para colmo, el metraje es excesivo y la relación entre el militar y su superiora, en la que el sexo no tiene cabida, sigue los parámetros políticamente correctos marcados por series televisivas como Expediente X. Alguien ha debido engañar a los yanquis, diciéndoles que el sexo es una traba en el camino hacia la plena igualdad entre hombres y mujeres. No es que yo esté obsesionado con que aparezcan revolcones en las películas, sobre todo si estas son para todos los públicos, pero es que no son capaces siquiera de aceptar algo tan bonito y cinematográfico como un beso. Un tipo que va a ver una película en la que aparecen Nicole Kidman y George Clooney, por fuerza, ha de sentirse decepcionado si en esta no hay lugar para el flirteo, la atracción mutua, el romance. Esto no es machismo, señores, sino que es un sentimiento que ha alimentado los sueños de millones de espectadores a lo largo de la historia del cine. Sí, aunque lo hayamos visto montones de veces, queremos seguir disfrutando con las miradas insinuantes, las caricias furtivas y los besos apasionados. ¿Qué hay de malo en ello?.

Tampoco es de recibo que, a las primeras de cambio, se carguen al gran , a quien, a priori, le había tocado el habitual papel secundario de lujo con que suelen obsequiarnos las superproducciones de Hollywood. Una lástima, pues su aportación habría elevado, sin duda, la calidad de la película. Aunque me temo que mucho tendría que haber hecho para salvar este engendro. Como sigan así, tendrán que ir pensando en cambiarle el nombre a DreamWorks. Se admiten sugerencias.

Full Monty: Proletarios en tanga

Sensacional debut en la dirección del británico , con un guión perfectamente construido y resuelto y un trabajo interpretativo envidiable. Full Monty no sólo es una de las comedias más atractivas estrenadas en la temporada. Es todo un canto a la tolerancia y un homenaje sincero y auténtico a la perjudicada clase trabajadora británica, tan castigada en los últimos años por la férrea política ultraliberal de la señora Thatcher y su heredero, el recientemente defenestrado John Major. Parece como si la llegada al poder del sonriente Tony Blair hubiese servido de excusa perfecta para que un nuevo cine social británico, más volcado hacia el retrato amable y simpático, aunque sin renunciar al ya clásico compromiso con las clases más desfavorecidas de la sociedad, se abra paso con fuerza, de la mano de unos jóvenes y prometedores realizadores, legítimos herederos de los , , y compañía.

La película se abre con un antiguo corto documental en el que se nos muestra una típica ciudad industrial inglesa en pleno auge y con unas perspectivas más que esperanzadoras en cuanto a empleo y riqueza. El plano siguiente nos muestra una factoría abandonada, desolada, y a tres individuos, dos adultos en paro y un niño tratando de aprovechar hasta la última viga para poder sacar algo de pasta, sin conseguirlo. Tras observar como un numerosísimo grupo de mujeres gastan sus ahorros para ver un espectáculo de striptease masculino, a uno de ellos se le ocurre la genial idea de crear su propio grupo de «boys», con la excusa, un tanto machista, de que ellos lo harían mejor y son más auténticos que un puñado de «maricones» con músculos. Sin embargo, las verdaderas motivaciones para que, definitivamente, se atrevan a realizar este empeño, son otras, y se resumen en un admirable objetivo: recuperar la dignidad. Para ello, primeramente, seleccionan a los futuros bailarines, hombres sin oficio, sin un futuro claro a la vista, que carecen de autoestima: un suicida frustrado, un afro-británico que da la talla como bailarín, pero que carece de otros «atributos», un joven que posee grandes «atributos», pero no precisamente como bailarín, y un antiguo capataz obsesionado con mantener su anterior nivel de vida y reconvertido en ocasional coreógrafo. A ellos hay que sumar, por supuesto, los tres individuos del principio: dos antiguos trabajadores del acero, uno obsesionado con su gordura y con su incapacidad para mantener una relación satisfactoria con su chica, y otro que ha perdido incluso a su mujer, y el hijo de este último, al que, contra viento y marea, trata de mantener a su lado.

Después vendrán los ensayos, desastrosos en su mayoría, los temores, las dudas sobre si las mujeres juzgan el aspecto físico con el mismo rasero con que lo hacen los hombres, las eventuales deserciones, los «tira y afloja», etc. No descubro nada si digo que, al final, consiguen su propósito, y no me refiero sólo a la tremenda aceptación de su striptease -algo, por otra parte, previsible- sino a la culminación de sus propias y razonablemente lógicas ambiciones personales, la resolución de sus dudas e incluso el asunción de su propia sexualidad (dos de los personajes descubren que son gays).

Toda esta peripecia transcurre con exquisita celeridad, aunque con ligerísimas caídas de ritmo, sin recurrir al humor burdo y chabacano, tratando de mostrar, sencillamente, sin efectismos ni estridencias, y con el toque justo de sensibilidad, la realidad, llena de problemas, pero también repleta de esperanzas, en que se desenvuelven los personajes. A esto contribuye, especialmente, el buen hacer de unos actores poco conocidos pero genuinos en su natural forma de actuar, entre los que destaca, sin duda, el tremendamente versátil . Toda una joya este chico Por último, recomendar fervientemente su magnífica banda sonora, repleta de buenas canciones. ¡Ah!, y si no la han visto todavía, por favor, no se pierdan la escena del baile en la oficina de empleo. Es de lo mejorcito del año, se lo aseguro.

Cara a Cara: Confusión

El malvado Castor Troy (), vestido de cura, manipula una descomunal bomba en el interior de un palacio de congresos. Acto seguido, como si se tratase del mismísimo M.C. Hammer, se marca un sorprendente baile con la música de El Mesías de fondo, interpretado por un coro de virginales adolescentes. Para rematar la faena, se arrima con decisión a una de las niñas (no tan niña) y, amasándole el trasero, le confiesa al oído su aversión hacia la obra cumbre de Haendel. Sin duda, una muy descriptiva manera de presentarnos al hedonista y perverso villano de esta nueva y decepcionante incursión de en el cine made in Hollywood.

Y eso que la película venía precedida de inmejorables críticas por parte de algunos reputados críticos, como mi admirado Jorge de Cominges (cuatro lujosas estrellas le puso en el), con quien suelo coincidir en muchas de sus valoraciones. No es este el caso. Desde el comienzo (esa escena del fatal disparo que acaba con la vida del hijo del policía) hasta el final (precedido de un exagerado duelo en el interior de una iglesia, habitada por centenares de palomas), se percibe claramente la intención, por parte del director, de hacer recaer la película sobre la base del puro y duro efectismo visual, en vez de apoyarse en un argumento que, si bien hoy en día no resulta muy creíble, ofrecía la oportunidad de recuperar con éxito un género como el thriller psicológico, tan maltratado en los últimos años, y que John Woo ya abordó, con mejores resultados, en su mítica The Killer. Pero incluso en el terreno de la genuina action-movie, Cara a cara no nos ofrece, ni de lejos, lo mejor del director de Hong Kong. La elegante precisión con que Woo solía coreografiar las escenas de tiroteos, como si de un grandioso número circense se tratara, ha dado paso a un indigesto batiburrillo de ciencia-ficción, violencia gratuita, estética animé y homenajes más que evidentes al espagueti-western (aunque sin la intención desmitificadora que caracterizaba a este último). Todo ello sazonado con inapropiados toques de sensiblería: la relación que se establece entre el policía y el hijo del malo, o las muestras de cariño de este último hacia su hermano Pollux (Castor y Pollux, ¡qué gracioso!), al que continuamente tiene que atarle el cordón de su zapatilla, etc. De su personal estilo, sólo apreciamos su ya clásico duelo de pistolas frente a frente, o esa escena, inventada por él -y que Tarantino utilizó en Reservoir Dogs– en la que todos se apuntan y nadie parece atreverse a disparar primero. Pero son meros detalles que únicamente contribuyen a acentuar la sensación de dejá vu que transmite el film.

Lo del intercambio de personalidad, pese a que, como ya he comentado, no parece muy viable, hubiese servido de perfecta excusa para plantear una parábola sobre la crisis de identidad -esa lacra de nuestro tiempo-, o para alertarnos sobre la creciente confusión a la que parece abocada la sociedad actual. Por desgracia, únicamente ha servido para que dos grandes estrellas, como son y Nicolas Cage, exhiban toda su particular gama de tics interpretativos, en un festival de histrionismo sin parangón en el cine actual. Desde el momento en que intercambian sus papeles, el bueno de Nicolas Cage, más patético que nunca, no para de llorar y gimotear, mientras un malvado John Travolta, con cara y modales de viciosillo, se lo pasa en grande palpando culos, bailando soul, llevándose a la cama a la esposa del poli (una elegantísima , sin duda, lo mejor del film), o tratando de seducir a su rebelde hijita (la jugosa , la nueva Lolita), aunque en ningún momento llega a abusar de ella (lo que, inevitablemente, habría desatado las iras de la censura yanqui). Es más, el malo acabará asumiendo, aunque a su manera, el papel de padre protector que le ha tocado desempeñar. Por otra parte, resulta llamativo que el villano fume y el poli no, aunque esta velada apología del anti-tabaquismo se vea compensada con varias alusiones políticamente incorrectas al deprimente sin vivir del bueno, en contraste con el carácter lúbrico y nihilista del malo, quien, sin lugar a dudas, resulta mucho más atractivo que su oponente. También llama la atención que, una vez amainada la tormenta, la familia del poli sea capaz de superar tan traumática experiencia y recuperar su equilibrio vital. Incluso parece mejorar, al sumarse a ellos un nuevo miembro, y al abandonar la hija su impersonal look de fulana (algo que, curiosamente, han de agradecer al malo). Sinceramente, no me parece nada creíble.

Sorprendentemente, la escena más lograda del film no es de acción. Me refiero a ese momento en que Castor Troy, suplantando la personalidad de su antagonista, ha de fingir dolor de padre ante la tumba del hijo de este último. Es el único instante en el que parece apreciarse un cierto remordimiento en el villano. Es como un oasis en mitad de un desierto de mediocridad. Una lástima.

Cop Land: Solo ante el peligro

Sí, ya sé que es un símil muy manido, pero es que las comparaciones con el inolvidable film de Zinnemann son inevitables. En su segundo film, tras Heavy, film de culto que descubrió para el cine a la suculenta , nos propone una vuelta a los postulados del cine clásico norteamericano, concretamente del cine negro y el western, géneros por antonomasia de la cinematografía yanqui.

Un grupo de policías neoyorquinos decide crear una tranquila comunidad fuera de la ciudad, en Nueva Jersey, para alejarse del mundanal ruido y los continuos problemas a los que puede estar sometido un «poli» en la gran ciudad. Sin embargo, pronto descubrimos las verdaderas intenciones de estos llamados representantes de la Ley. La comunidad no es más que una tapadera para toda clase de chanchullos y tramas turbias, con implicaciones mafiosas, que escapan al control de los sagaces investigadores de asuntos internos, por hallarse dicha comunidad fuera de su jurisdicción. Para asegurar una total impunidad a sus actos, nombran sheriff a un tipo aparentemente dócil y simple (sorprendente , muy alejado de su estereotipada imagen de mazas, aunque igual de inexpresivo que siempre) que no pudo ingresar en el cuerpo por sufrir sordera en un oído, producida al intentar salvar a una joven que cayó al río en su coche. Sin embargo, al cabo de los años, ese humilde hombretón está llamado a convertirse en pieza clave para desenmascarar a los siniestros responsables de tanta corrupción.

Un argumento sencillo y convencional, a través del cual el director rescata la vieja épica del hombre solitario y despreciado, enfrentado al dilema de proteger a sus «amigos» o hacer cumplir la ley como corresponde. La misteriosa desaparición de un joven policía (), envuelto en un extraño incidente con tintes raciales, se convierte en la excusa perfecta para que, de una vez por todas, el protagonista haga valer su autoridad frente a una piña de hombres mucho más preparados y experimentados que él, capitaneados por un siniestro personaje (inquietante , en una de esas interpretaciones con aroma a Oscar), que no dudan en recurrir a toda clase de artimañas, incluido el asesinato, para salvaguardar su idílica sociedad perfecta, ante las continuas intromisiones de un investigador de asuntos internos (desaprovechado ), dispuesto a saldar cuentas pendientes.

Un desquiciado policía cocainómano (resucitado ), traumatizado por la pérdida de un compañero en circunstancias extrañas, y al que sus colegas no le perdonan su relación sentimental con una puertorriqueña, y la joven esposa de uno de los policías (estupenda ), salvada hace años por el sheriff, con el que mantiene un romance imposible, completan el entramado de personajes a quienes, de una forma u otra, afectará la decisión última y arriesgada de nuestro particular de saldo.

James Mangold ha sabido rodearse de un fenomenal grupo de intérpretes, pero ha cometido el error de hacerlos girar en torno al mediocre Stallone, que no sale muy bien parado en sus enfrentamientos con Keitel y compañía. Tampoco acierta al dotar a su película de un cierto tufillo sensacionalista, con evidente maniqueísmo en la descripción moral de los personajes, a quienes acaba dividiendo en bandos de buenos, malos y meros consentidores en el clarificador duelo final, eso sí, magníficamente conseguido. Como aspectos positivos, destacar la sobria y pulcra realización, un fenomenal trabajo fotográfico, la eficiente banda sonora compuesta por , la impecable dirección de actores y, por supuesto, la intención de denuncia social de los malos usos y abusos de autoridad cometidos por aquellos que, llamados a hacer cumplir la ley, creen estar por encima de ella. Lástima que esta intención no se traduzca en mejores resultados.

El Mundo Perdido: ¡Qué grande es ser papá!

En primer lugar, resulta alarmante que la media de edad de los espectadores de El Mundo Perdido ronde los 8 años cuando se nos avisa claramente que la película es ¡no recomendada para menores de 13 años!. No os podéis imaginar el infierno por el que un servidor tuvo que pasar antes y durante la proyección: que si una niña que no paraba de decirle a su madre, a voz en grito, que quería ir al servicio (quizás de puro cague), que si un chavalín que no paraba de gritar y taparse los ojos con las manos (curiosamente, al final de la proyección aplaudió a rabiar), y otro tipo de atrocidades que no me voy a parar a relatar. Puede que todos estos hechos condicionaran mi opinión respecto al film. No lo sé. Lo que sí sé es que al acabar la película no esperé a que terminaran los títulos de crédito para salir despedido cual alma que lleva el diablo de la sala, y esto es muy significativo en mi caso, creedme. Justamente este verano tuve la ocasión de leer el libro en que presuntamente -y recalco lo de presuntamente- se basa la película y, si bien no me pareció precisamente una joya de la narrativa contemporánea, desde luego opino que le da mil patadas al engendro de Spielberg. Al menos la novela se sustenta a base de las continuas referencias que ella se hacen a la teoría del caos (al igual que ocurría en Parque Jurásico) y las variaciones del comportamiento como factor determinante en la evolución de las especies o, en algunos casos, como causa de su extinción, cosa que en la película casi se ha eliminado en aras de una mayor espectacularidad, o sea, para que el espectador se «deleite» con las continuas dentelladas, descuartizamientos varios y, en general, con una especie de «pista americana pseudo-gore» de pésimo gusto. Todo ello salpicado de un tufillo paternalista reconocible, no sólo en la manida relación amor-odio entre el profesor Malcolm y su repelente hijita Kelly (otra licencia del sensiblero Spielberg), sino en la asombrosa demostración de amor paterno de que hacen gala los T-Rex, algo que ya se dejaba notar en la novela pero que Spielberg ha llevado a límites insospechados, con esa parte final que comienza como un «homenaje» a Speed 2 y que transcurre en las transitadas calles de San Diego cual remedo de King Kong o quién sabe si como anticipo de Godzilla.

Pero no son estas las únicas licencias que se ha tomado el Rey Midas de Hollywood. Se puede decir que no se ha respetado ni un ápice el contenido de la novela de Crichton: ni los personajes, ni las situaciones, que se amontonan sin un mínimo criterio, ni en la resolución de la historia. Incluso el comienzo ha sido rescatado de la primera novela. Especialmente lamentable me parece lo del personaje de Sara, la auténtica heroína de la novela, capaz de sacar de mil y un apuros a Malcolm y compañía al más puro estilo Rambo, y que en la película no para de gritar, sollozar y ser rescatada cual princesa de cuento de hadas, como en la escena de la caravana colgando del precipicio -por otra parte, lo mejor del film. La heroicidad femenina Spielberg se la adjudica a una (hasta el momento que, tras un espectacular ejercicio gimnástico, sacude una patada a un velocirraptor) asustada Kelly. También es verdad que la película no ha podido librarse de la alargada sombra de Parque Jurásico. Así Spielberg no ha dudado en rescatar algunos personajes de la primera película, como el inaguantable Hammond y sus detestables nietos, o de hacer continuas referencias visuales a éste. Referencias que se extienden a la banda sonora, cuyo tema principal parece sacado de una peli de indios y vaqueros, y que contiene pequeños fragmentos pertenecientes a Parque Jurásico. Pero, curiosamente, mientras que en el mencionado film no dudaban en cepillarse a los dinosaurios para evitar problemas en el futuro, en El Mundo Perdido Spielberg se saca de la manga un discurso conservacionista muy propio de la era Clinton, y de paso deja la puerta abierta a una más que previsible tercera parte, esta vez con bichos voladores incluido. Todo sea por el bien de la industria juguetera y de las multinacionales de la «alimentación», que a buen seguro se estarán frotando las manos con tanto bichejo y tanta monserga. Nosotros sí que estamos perdidos.