La palabra Trainspotting hace referencia a un oficio muy británico consistente en apuntar los trenes que pasan por una estación. Esta actividad tan aparentemente monótona e inútil constituye toda una «modus vivendi» para quien la realiza. Lo mismo ocurre con los heroinómanos. La despreocupada vida del yonqui consiste casi exclusivamente en una sucesión de «chutes» tan sólo interrumpida por las inaguantables resacas, que suelen culminar en un nuevo «mono». En contraste con la sociedad consumista, cuyos individuos aspiran a tener de todo, a poseer cuantas más cosas mejor, al yonqui una única cosa le preocupa: asegurarse, como sea, la siguiente dosis. Esto le convierte casi en un ser -digamos- especial y, por tanto, en peligro de extinción. De ahí la conveniencia de retratarlos con rigor, sin complacencia, sí, pero sin tremendismo, algo que el cine ha logrado en muy pocas ocasiones. Y es precisamente aquí donde Trainspotting gana la partida a anteriores experimentos, todavía recientes (véase El pico e incluso Kids), sobre el mundo de la adicción combinado con el retrato generacional.
Muchos han querido comparar esta película con la archipopular Pulp Fiction. Puede que como fenómeno de masas y desde un punto de vista superficial tengan cierta similitud pero existen diferencias más que evidentes (aparte, claro está, del argumento). En primer lugar, mientras el film de Tarantino, pese a su carácter transgresor, bebe directamente de las fuentes del cine clásico americano (su referente más próximo sería Don Siegel) y del cómic, Trainspotting, cuya base literaria (la novela homónima de Irvine Welsh) Danny Boyle no duda en reinterpretar o, mejor dicho, corromper, es un más que interesante intento (desde luego, mucho más que Romeo+Julieta) de integrar el lenguaje video-clip en el lenguaje puramente cinematográfico. De ahí que el calculado efectismo de las imágenes cobre una importancia vital a la hora de describir el desmadrado periplo vital de los personajes. En este aspecto, yo destacaría el uso que Danny Boyle hace del gran angular (nada novedoso, por cierto, si tenemos en cuenta La naranja mecánica, de Kubrick, película a la que Trainspotting rinde un nada disimulado homenaje). Mientras que en el cine de Welles este se usaba con funciones narrativas (la profundidad de campo, que permitía situar a varios personajes, en distintos planos, simultáneamente en la misma secuencia) aquí tiene una función puramente estética (el llamado efecto «mirilla»).
En cuanto al contenido, existen más diferencias respecto a Pulp Fiction: el distinto estrato social en que se desenvuelven los personajes, la distinta percepción del humor (negro en ambos casos, pero más escatológico en Trainspotting), la distinta estructura del guión, así como las inevitables diferencias «culturales» entre el cine americano y el británico, pese a que este último haya roto definitivamente con Europa, creando su propia industria e incluso su propia constelación de estrellas (entre las que se augura un lugar destacado al protagonista de Trainspotting, el escocés Ewan McGregor). De todos modos, a ambas películas les corresponde el mérito de haber roto con la apatía reinante en el panorama cinematográfico de fin de siglo, sabiendo combinar calidad y entretenimiento, sin renunciar al universal espíritu transgresor, común denominador de la nueva generación de directores.