Extraño y complejo film, basado en la difícil novela de Russell Banks, a la que Atom Egoyan, director, entre otras, de la muy sugerente Exótica, ha dotado de una nueva dimensión, logrando un film personal, muy en la linea de sus últimos trabajos, alejándose casi definitivamente de la frialdad glacial de sus primeras películas.
Teniendo como eje central un terrible accidente de autobús, en el que mueren todos los niños de un pueblo, así como sus consecuencias, y partiendo del clásico de Andersen «El flautista de Hamelin», aludido expresamente en el film, Atom Egoyan escarba en el dolor y el sentimiento de pérdida de familiares y supervivientes de la tragedia, guiado por un abogado (impresionante Ian Holm) oportunista y manipulador (un personaje muy similar al de El liquidador, del propio Egoyan), atormentado, a su vez, por la «pérdida» de su hija, adicta a las drogas, quien trata de encauzar la ira de los habitantes del pueblo, y su necesidad de encontrar un culpable, con el fin de demandar a la empresa de transportes propietaria del autobús accidentado. La determinación de mirar al futuro, de comenzar de nuevo, acabará, sin embargo imponiéndose, gracias, sobre todo, a la decisiva intervención de una de las supervivientes (inquietante Sarah Polley), a quien las consecuencias tanto físicas como emocionales del accidente le harán replantearse su existencia, especialmente en lo que concierne a su relación -de tintes incestuosos- con su padre.
El inmejorable tratamiento del guión (nominado, al igual que el director, al Oscar), con continuos «saltos» en el tiempo, que dotan al film de una estructura compleja, fragmentada, a la par que sólida, sin fisuras; la forma en que este profundiza en el alma de los personajes, desnudándolos al completo, hace que aparezcan ante nosotros como personas reales, no como meras ficciones, concediendo, de este modo, al espectador una condición de «voyeur», de testigo de excepción del dolor y los traumas de los habitantes de ese pequeño y triste pueblo sin niños, sin risas, sin inocencia, que, sin embargo, no tendrá más remedio que mirar hacia el dulce e incierto porvenir, para liberarse definitivamente de sus fantasmas.
Paradójicamente, la principal virtud de Egoyan, como realizador, constituye, probablemente, su mayor defecto. Y es que el film, desde su comienzo, acusa un cierto afán por parte del director de destacar por encima de la propia historia, empleando para ello una realización tan indiscutiblemente brillante como deliberadamente forzada, calculadamente virtuosa. Ello no quita, por supuesto, que consideremos a El dulce porvenir como una gran película, una de las mejores, a mi juicio, de la década. Al fin y al cabo, nadie es perfecto, y toda obra maestra que se precie tiene sus pequeños peros, ¿o no?