Aunque a algunos les pueda sonar a Abierto hasta el amanecer, casi podría jurar que la piedra filosofal a partir de la cual el inefable John Carpenter ha elaborado Vampiros ha sido la obra de Howard Hawks, tanto en la definición de personajes, que enlazan directamente con los antihéroes personificados en el misógino Bogart y el facha Wayne, como en la descripción de ambientes (Carpenter obvia toda estética gótica y plantea un western al más puro estilo Río Conchos) y situaciones (el claro homenaje a ¡Hatari! de la secuencia inicial, o las frecuentes salidas de contexto durante los diálogos, casi siempre excesivos en su elocuencia). Lo que no quita que, ante todo, Vampiros sea una obra personal, pues Carpenter no plagia, simplemente se presta a influencias, pues, como buen cineasta, sabe que, en cuestión de cine, todo está inventado.
Vampiros es, además, un verdadero ejercicio de contención estilística, en el que domina la claridad expositiva y la economía del trazo frente al abuso visual de las superproducciones, lo que otorga al film un cierto aire «out-side», sin pretensiones de ningún tipo, que, junto a su vocación de serie B bien entendida (con lógicas concesiones al gore), pueden elevarla a la categoría de culto.
A mí, personalmente, se me hizo pelín larga, reiterativa y, pese a su prometedor comienzo, un tanto predecible. A destacar la más que acertada elección de los actores, en especial de un James Woods en su salsa, y una modesta, aunque muy efectiva, banda sonora compuesta por el propio director.
Pero, sin duda, lo que más agradezco del film es que no haría falta más de dos o tres párrafos para comentarlo. Es la ventaja de los directores que no renuncian al cine de siempre: que dejan las cosas muy claras para que los demás no nos comamos el coco descifrando su intríngulis. Cazavampiros que buscan a vampiros que, a su vez, buscan la reliquia que les permitirá sobrevivir a la luz del día, eso es todo. Y ya es mucho.