Bajo la influencia de un romanticismo lírico, pero sin caer en el excesivo barroquismo, Tim Burton ha puesto imagen y sonido al célebre relato de Washington Irving sobre un jinete sin cabeza que acecha a los aparentemente sencillos y bondadosos habitantes de un pueblecito del Este de los Estados Unidos. Lo hace, eso sí, libérrimamente, apoyado en un consistente guión de Andrew Kevin Walker, autor de Se7en, pero transformando un mero film de encargo (el productor ejecutivo es Francis Ford Coppola) en una obra personal, envuelta en todo el misterio, ironía y particular sentido del humor que caracteriza la obra de su realizador.
Es muy dado, Tim Burton, a interpretar la realidad a través de personajes y situaciones irreales, al menos, en apariencia, a modo de fábula, lo que le ha otorgado cierta fama injusta de bicho raro, ser introspectivo alimentado de todo tipo de fantasmas y criaturas fantásticas, una especie de Poe del cinematógrafo. Lo único que Burton pretende es trascender la barrera de nuestro pensamiento racional, otorgándonos la facultad de vernos reflejados en nuestros miedos interiores y en nuestros sueños, alcanzando la plena libertad de pensar, creer o sentir. Algo así le sucede al joven protagonista de Sleepy Hollow, un escéptico policía (divertido Johnny Depp, actor fetiche de Tim Burton), peleado con todo aquello que escapa a su razonamiento científico, que, sin embargo, debe enfrentarse a un caso que trastoca todo sus principios, despertando, a cambio, sentimientos contradictorios de temor y curiosidad, amor y odio, explicables por una infancia traumatizada por la intolerancia religiosa, anuladora de toda libertad de pensamiento, algo que, paradójicamente, también es achacable a cierto pensamiento científico, incapaz de aceptar aquello que no tiene respuesta, como si todas las preguntas estuvieran hechas ya.
El encuentro con el horror, la realidad oculta bajo la apariencia de normalidad, el malsano ambiente que se deja entrever en las calles y gentes del poblado maldito, y sobre todo, la aparición purificadora del amor (la bella muchacha interpretada por Christina Ricci, una actriz cada vez más en alza), liberan al protagonista del correaje de la razón, al tiempo que lo sumen en la confusión y la duda, que a punto están de concluir en tragedia.
Al final, se acaba imponiendo el camino intermedio. Por un lado, consigue atar todos los cabos que llevan a la resolución del caso, lo cual, a mi juicio, no era necesario, y constituye el punto débil del film; por otro lado, el protagonista asume que, si bien una realidad puede ser, perfectamente, apariencia de la misma, pues uno cree en lo que ve y en lo que percibe, no por ello deja de ser apariencia, y que sólo cuando la razón viene acompañada de inquietud y emoción es posible llegar a la verdad.
En un terreno más superficial, el recurso a ambientes góticos y a homenajes, más que obvios, a cierto espíritu de serie B, en especial, a la mítica productora Hammer (con aparición incluida de su más mítico representante: Christopher Lee) constituye, sin duda, un nuevo acierto de este director iconoclasta y ecléctico, capaz de combinar a la perfección el paisajismo más idílico con la visceralidad más repulsiva, la intriga predetectivesca con el humor más irónico (¿tributo a Polanski?). A destacar, por otra parte, el impresionante trabajo fotográfico de Lubezki, quien consigue que cada fotograma parezca una ilustración de un libro, así como la siempre arrebatadora aportación de Danny Elfman en la música, esta vez añadiendo un tono más sombrío a la composición, como corresponde a una de terror romántico.