No voy a andarme con rodeos. La Princesita es, en mi opinión, una de las mejores películas infantiles de los últimos años, comparable a joyas como Babe, el cerdito valiente o Toy Story (curiosamente las tres han sido «operas primas»). Lo que no acabo de entender es como una maravilla de película como esta, con un guión espléndido que combina realidad y fantasía a la perfección; con una fotografía, donde predominan los tonos cálidos, exóticos y frutales (en especial el verde); una dirección artística, un vestuario, un maquillaje, la evocadora música de Patrick Doyle y unos efectos especiales increíbles, pero que en ningún momento eclipsan el contenido de la historia, sino que la complementan de tal manera que se hacen imprescindibles; con una sensibilidad que te llega al corazón sin caer nunca en la sensiblería; con una realización ejemplar (los picados, contrapicados y encadenamiento de planos me recuerdan al mejor Orson Welles); y, sobre todo, con una niña, un pedazo de actriz, una preciosidad, un ángel a años luz de la repelente Shirley Temple (y otras monstruosidades por el estilo) llamada Liesel Matthews… Como iba diciendo, no me explico como esta obra maestra no ha sido exhibida en nuestro país donde corresponde: en un sala cinematográfica y a lo grande, como se merece este -insisto- diamante. Los distribuidores deberían flagelarse hasta desangrarse por esta ignominia.