Precedida de una enorme -e injusta, cabría decir- polémica, el último film de Lasse Halltröm, director poco conocido, pero que tiene en su haber películas tan interesantes como Mi vida como un perro o ¿A quién ama Gilbert Grape?, película que descubrió para la gran pantalla al ahora venerado u odiado Leonardo Di Caprio, parte de una adaptación de la novela de John Irving (autor del guión), aquí titulada Príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra, para construir un firme alegato, no sólo del derecho al aborto, que lo es, sino, además, del innegable compromiso con la vida y con aquellos que la forjan.
¿Contradictorio? En absoluto. Si hay algo que queda claro a lo largo de la película es que al comprometernos con quienes hacen posible el milagro de la vida, al mismo tiempo, estamos reconociendo su personal e intransferible derecho a elegir sobre ella, sin que nadie pueda interferir en esa libertad, ni siquiera las leyes escritas. John Irving convierte, pues, el derecho al aborto en un símbolo claro de individualidad, de afirmación del individuo y de sus propios principios morales, frente a absurdas normas impuestas, como las que rigen la casa de la sidra que da nombre a la película, a la que llega un huérfano, Homer (estupendo Tobey Maguire, cuyo físico y maneras se adaptan perfectamente al personaje de la novela), que, habiendo pasado toda su infancia y parte de su adolescencia en un orfanato gobernado de manera poco convencional, pero compasivamente, por un médico, adicto al éter, que practica abortos ilegales (sensacional Michael Caine, cuya presencia justifica, por si misma, la visión del film), un día decide abandonarlo, acompañando a una joven pareja, un soldado de permiso y una bellísima muchacha (la maravillosa actriz sudafricana Charlize Theron, quien, por momentos, llega a recordar a la mismísima Marilyn Monroe de Vidas Rebeldes o Bus Stop), que, como muchas otras, acude al centro para practicarse un aborto.
El joven soldado, piloto de guerra, antes de reincorporarse al combate, contrata al huérfano, junto a un grupo de temporeros afro-americanos, para que recolecte manzanas que serán usadas para elaborar sidra. Allí, lejos de la influencia de su mentor, descubre el amor, se inicia sexualmente con la novia del piloto y, finalmente, debe hacer valer su compromiso moral al decidir ayudar a una joven embarazada de su propio padre. El ciclo vital del protagonista se completa con su regreso al orfanato, tras el obligado retorno del soldado, que ha quedado parapléjico, y la muerte del médico, para sustituir a este último al frente del centro.
Lasse Hallström consigue, no sólo una perfecta recreación de época y de ambientes, sino que sabe construir los personajes a través de actitudes, maneras y miradas, no cayendo en la pedantería o la sensiblería, lo más común en este tipo de adaptaciones, creando, de paso escenas de extraordinario lirismo, como la recolección de las manzanas, la calidez de las veladas de cine en el orfanato, o la más bella y descriptiva escena que jamás se haya rodado en el contexto de un auto-cine. La preciosa música de Rachel Portman sirve de acompañamiento ideal para una historia, insisto, polémica, pero cargada de verdad y belleza, que jamás se hace larga, pues el guión, prodigioso, aunque necesariamente inferior a la novela, condensa extraordinariamente el tiempo y el ritmo del original literario, pero con la cadencia de un Mulligan o un Huston, cerrándose, como no podía ser de otra manera, con la frase, repetida incesantemente lo largo del film, que el protagonista hereda de su antecesor, y que constituye toda una apuesta por la esperanza en el ser humano: Buenas noches, Príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra.