Con la llegada del fin del pasado milenio, se multiplicaron las películas que, de manera más o menos afortunada, trataban de explotar la psicosis colectiva y los temores apocalípticos que este acontecimiento provoca. Y qué mejor manera de hacerlo que recurriendo a los seres mejor dotados para la supervivencia a ambientes hostiles: los temidos, odiados y admirados insectos.
Partiendo de referentes tan clásicos como Byron, Polidori y la escuela romántica del siglo XVIII, con el Frankenstein de Mary W. Shelley como buque insignia, o Kafka y La Metamorfosis, obra cumbre del existencialismo, e inevitablemente influido por Them! (La humanidad en peligro) y, en general, por el cine de serie B de los 50 y sus parábolas sobre la guerra fría y la amenaza nuclear, el mejicano Guillermo del Toro (responsable de la estupenda Cronos, a mi juicio, uno de los mejores y más acertados acercamientos al vampirismo de todos los tiempos) construye un inquietante fresco gótico, en apariencia destinado al puro entretenimiento y al susto fácil, que alcanza, sin embargo, verdadera categoría de fábula moral al mostrarnos, en todo su indescriptible horror, las inquietantes contradicciones de nuestra sociedad fin de siglo, en la que conviven dos realidades brutalmente distintas, aunque yuxtapuestas, cuyos contornos y fronteras no están claramente definidos, avisándonos, de paso, sobre los peligros de la manipulación genética y la falta de un código ético que establezca claramente cuáles deben ser los límites de toda investigación científica.
La película se abre con unos magníficos títulos de crédito, en la línea de los de Seven (no en vano, ambos han sido diseñados por Kyle Cooper), en los que se nos muestra imágenes de toda clase de insectos insertados en alfileres, como sutil metáfora de la peculiar relación que durante siglos se ha establecido entre estos seres y los humanos, que acaban confundiéndose con fotos de niños enfermos sujetas con esos mismos alfileres, como si los papeles, de repente, se invirtieran. Varias voces «mediáticas» nos informan sobre una terrible enfermedad que está acabando con la población infantil de Nueva York y que, por ello, constituye una seria amenaza para la supervivencia de nuestra especie. A modo de introducción, una primera secuencia (claramente inspirada en Ciudadano Kane, de Orson Welles) nos presenta a los héroes -más bien, anti-héroes- de esta historia, dos científicos (Jeremy Northam y, sobre todo, una maravillosa Mira Sorvino en el papel de investigadora genética) que logran crear un agente genético, un repugnante bichejo llamado «judas» (el nombre lo dice todo), capaz de acabar con la principal causante de la infección: la cucaracha del subsuelo. Desgraciadamente, no calculan bien los efectos de este hallazgo y el asqueroso insecto comienza a evolucionar imitando la forma humana (el título, Mimic, alude al «mimetismo»: propiedad que poseen algunos seres animales o vegetales de cambiar de forma o color en un momento determinado, imitando incluso a sus posibles presas, o a sus depredadores), constituyéndose, así, en una amenaza mucho mayor que la enfermedad para cuyo remedio fue creado. Y, precisamente, aquellos mismos que causaron el problema habrán de vérselas y deseárselas para solucionarlo, teniendo que introducirse en un mundo hostil, ante el que, hasta entonces, habían permanecido indiferentes, recorriendo todo un entramado de metros, túneles y alcantarillas, hábitat natural del «judas» y refugio de mendigos, delincuentes y niños de la calle, los grandes olvidados de nuestra sociedad. Para tamaña empresa contarán con la inestimable ayuda de un sacrificado policía afro-americano, un anciano limpiabotas y su nieto, un niño autista (detalle significativo) que, no sólo es capaz de reconocer los zapatos por el sonido de sus pisadas, sino que, además, es el único que consigue comunicarse con Long John (el macho de la especie) y sus terribles huestes.
No faltan en Mimic, como en todo film apocalíptico que se precie, los elementos religiosos: La iglesia abandonada que sirve de entrada a la guarida de los «judas», con un Cristo decapitado (Dios ha muerto -parece decirnos el director) y santos y vírgenes enfundados en plásticos (a modo de grotescos preservativos), el aspecto monjil de las criaturas y las innumerables cruces que aparecen a lo largo de la película. Destaca, además, la simbólica presencia de Frank Murray Abraham (Amadeus) en el papel de un científico moralista, quien, muy acertadamente, define a los «judas» como «pequeños monstruos de Frankenstein».
Un magnífico guión, en el que, además del propio Guillermo del Toro y Matthew Robbins (El Dragón del Lago de Fuego), ha colaborado gente como John Sayles, Matthew Greenberg y Steven Soderbergh, el excelente trabajo fotográfico de Dan Lausten y una eficientísima labor de producción, por obra y gracia de Miramax, son otras de las claves que convierten a Mimic en uno de los más densos y ricos filmes de terror de los últimos tiempos, superando, con la mitad de presupuesto y sin tanta superestrella, a otras muchas producciones, a mi juicio, vacuas, pero que, incomprensiblemente, han logrado un mayor impacto comercial. ¿Adivinan a cuáles me refiero?.