Hacía tiempo que Woody Allen venía acariciando un proyecto cinematográfico en el cual se viera reflejada su otra gran pasión: la música, en concreto el Jazz, género por el que siente una especial predilección.
Descartado, por cuestiones de presupuesto, un documental sobre la vida y obra del clarinetista Sidney Bechet, Allen ha optado por construir una especie de falso documental, o de ficción comentada, sobre un inexistente guitarrista, considerado como el segundo mejor de su época, tras su admirado Django Reinhardt, en el que se refleja, no sólo su trayectoria y evolución artística, sino, además, el paralelismo entre su obra y sus relaciones con las mujeres, ahondando en ese sentimiento, tan bien expresado por el propio director, de que «la música es, quizás, el único arte que le habla directamente al corazón», pero en el que, fácilmente, se detecta, de nuevo, la constante obsesión de Allen por hablar de sí mismo, algo que, en otros directores, sería una señal de egocentrismo, pero que Woody siempre ha sabido reconducir al terreno de la autocrítica.
El protagonista, Emmet Ray, magníficamente interpretado por el versátil Sean Penn, a quien Woody Allen redescubre como actor de comedia, es un tipo de lo más patético y despreciable, un mujeriego, chulo, bebedor, lleno de fobias y misógino, incapaz de mantener una relación de pareja mínimamente estable, quien, cierto día, conoce a una chica muda, Hattie, a quien una superexpresiva y tierna Samantha Morton (una auténtica desconocida, hasta ahora) presta su talento y su rostro. Dicho encuentro marcará decisivamente la vida del músico, tanto en el terreno personal, en el que el protagonista fracasa estrepitosamente, como en su obra, incluso después de abandonarla y de contraer matrimonio con una glamourosa, encarnada por la sensual Uma Thurman, que acabará engañándolo con el matón de un gangster, lo que da pie a uno de los momentos cumbres del film, tres versiones absolutamente inverosímiles de un mismo suceso acontecido en una gasolinera.
Allen traza con inigualable maestría la personalidad del protagonista, su obsesión enfermiza con Django Reinhardt, el guitarrista gitano, su afición a ver pasar trenes y a disparar a las ratas en los vertederos, así como su manía de robar ceniceros (características, todas ellas, legendarias, extraídas de diferentes intérpretes de Jazz, y que el director ha sabido mezclar con inteligencia y sentido del humor), así como de quienes le acompañan a lo largo de su periplo vital, que se cierra con un último encuentro con la joven muda, ya casada y con hijos, y que acabará sumiendo al músico en la mayor de las frustraciones, lo que, paradójicamente, le ayuda, finalmente, a encauzar sus sentimientos, proyectándolos a través de su obra, que se ve, de este modo, ampliamente enriquecida.
Dentro del tono general de comedia, en el que vuelven a destacar algunos gags y situaciones memorables (el desastroso número de la Luna, la actuación en un concurso para amateurs, el paso efímero del protagonista por Hollywood), Woody Allen sabe extraer, como nadie, un cierto regusto melancólico, quizás, afectado por su propia experiencia personal, de sobra conocida por sus admiradores, entre los que me incluyo fervientemente, así como por sus detractores, que son legión, como puede comprobar cualquiera que teste la opinión que, sobre él, tiene la gente. Cosa lógica, si se tiene en cuenta que los genios, por su marcada personalidad, nunca son del agrado de todos. Y Woody Allen es, probablemente, el mayor genio creativo, en activo, de nuestro tiempo. Ahí queda eso.