Producción de elefantiásicas proporciones y desmesurado presupuesto, Titanic, de James Cameron (quien, hasta ahora, había vivido siempre bajo las permanentes comparaciones con el Rey Midas de Hollywood, Steven Spielberg), es una de esas obras de ingeniería cinematográfica puesta al servicio de las emociones, llamadas a formar parte de la memoria colectiva de los cinéfilos durante varias generaciones.
Exquisitamente realizada, montada y fotografiada, utilizando todos los medios tecnológicos y artísticos de este final de siglo, Titanic es, sin embargo, una película que alcanza su grandeza en la historia de pasión, convencional, sí, pero siempre conmovedora, entre sus dos jóvenes protagonistas: un fascinante Leonardo Di Caprio (capaz, con sólo una mirada, de derretir plateas enteras repletas de muchachitas en flor -¡Dios, qué envidia me da!-, entre histéricas declaraciones de amor eterno, aunque imposible) como el joven Jack, un pintor bohemio destinado a salvar la vida, «en todos los sentidos», a una adolescente, Rose (maravillosa Kate Winslet), perteneciente a una familia aristócrata inglesa venida a menos, obligada, por decreto maternal, a contraer matrimonio con un prepotente norteamericano burgués, millonario, a pesar de su ignorancia, posesivo y reaccionario (Billy Zane, quizás lo único olvidable de la película). La travesía y posterior hundimiento del «insumergible» Titanic, símbolo universal del peligro que supone la imparable ambición humana por dominar el mundo a través de la tecnología, sin contar apenas con el factor humano (llama la atención que, en un barco equipado con los últimos avances tecnológicos de la época, los vigías no cuenten siquiera con prismáticos que les permitan ver los icebergs a distancia), se convierte así en mero transfondo trágico de esa pasión (la certidumbre sobre el desastre que se avecina hace que nos identifiquemos más con los protagonistas y nos involucremos más decididamente en la historia), un transfondo que no elude el aspecto social de lucha de clases, al retratar las desiguales condiciones en que viajaban tanto los pasajeros como la tripulación, según fuera su adscripción social, y la distinta suerte que corrieron durante la tragedia.
En un plano meramente formal hay que dividir la película en dos partes bien diferenciadas: una primera parte en el que vamos conociendo a los personajes, y en el que se da rienda suelta a la pasión y al proceso de desencorsetamiento de la joven protagonista, a raíz de su encuentro con el pintor, y que parte de la búsqueda de un extraordinario diamante (elemento que James Cameron utiliza como un McGuffin, pues para el espectador no tiene, en absoluto, valor) y del relato de su presunta propietaria, una anciana superviviente del naufragio que revivirá su traumática experiencia en un ejercicio de introspección que recuerda bastante a películas como Pequeño Gran Hombre; y una segunda parte, conmovedora y espectacular, que en algunos momentos nos recuerda al mejor Einsenstein (con grandiosos movimientos de masas, primeros planos y secuencias simbólicas, como la de los platos cayendo de los estantes, metáfora del declive de toda una época: la Eduardiana), en la que Cameron incluye momentos dignos del mejor teatro del absurdo (el miembro de la tripulación que amenaza al protagonista con hacerle responder ante la compañía por haber roto un panel, mientras el barco se hunde irremediablemente; o ese otro empleado que se suicida de un tiro en la sien por su incapacidad para controlar a las masas, matando incluso a un pasajero), sin olvidar escenas de una gran belleza, (como la de los ancianos esperando la muerte en su lecho, o los sensacionales travellings en las calderas que mueven el barco) o sencillamente dantescas (la barca navegando entre un mar de cadáveres), que hacen que pequeños fallos, como el de incluir ecos en alta mar, pasen casi desapercibidos.
Esta claro que, además, la historia está contada desde dos puntos de vista: el de la anciana Rose, centrada en lo puramente sentimental, y el del propio director (es obvio que muchos pasajes de la historia no podía conocerlos la protagonista), de claro contenido épico. Ambos puntos de vista se complementan y superponen a la perfección, desarrollando una compleja estructura narrativa, repleta de saltos temporales magníficamente conseguidos, y que culminan con la, para muchos, discutible secuencia final, que no voy a relatar por motivos obvios.
Por último, hacerme eco de dos escenas, a mi juicio memorables, como son la de la cena en el comedor de primera clase, y, sobre todo, la sensual escena en la que Jack retrata a la protagonista en toda su desnudez, simplemente ataviada con el preciado diamante. Un retrato que reflejará muchos años después el lado más pasional y humano de una de las mayores tragedias de nuestro siglo.