Sleepy Hollow: Sueños de la razón

Bajo la influencia de un romanticismo lírico, pero sin caer en el excesivo barroquismo, ha puesto imagen y sonido al célebre relato de Washington Irving sobre un jinete sin cabeza que acecha a los aparentemente sencillos y bondadosos habitantes de un pueblecito del Este de los Estados Unidos. Lo hace, eso sí, libérrimamente, apoyado en un consistente guión de , autor de Se7en, pero transformando un mero film de encargo (el productor ejecutivo es ) en una obra personal, envuelta en todo el misterio, ironía y particular sentido del humor que caracteriza la obra de su realizador.

Es muy dado, Tim Burton, a interpretar la realidad a través de personajes y situaciones irreales, al menos, en apariencia, a modo de fábula, lo que le ha otorgado cierta fama injusta de bicho raro, ser introspectivo alimentado de todo tipo de fantasmas y criaturas fantásticas, una especie de Poe del cinematógrafo. Lo único que Burton pretende es trascender la barrera de nuestro pensamiento racional, otorgándonos la facultad de vernos reflejados en nuestros miedos interiores y en nuestros sueños, alcanzando la plena libertad de pensar, creer o sentir. Algo así le sucede al joven protagonista de Sleepy Hollow, un escéptico policía (divertido , actor fetiche de Tim Burton), peleado con todo aquello que escapa a su razonamiento científico, que, sin embargo, debe enfrentarse a un caso que trastoca todo sus principios, despertando, a cambio, sentimientos contradictorios de temor y curiosidad, amor y odio, explicables por una infancia traumatizada por la intolerancia religiosa, anuladora de toda libertad de pensamiento, algo que, paradójicamente, también es achacable a cierto pensamiento científico, incapaz de aceptar aquello que no tiene respuesta, como si todas las preguntas estuvieran hechas ya.

El encuentro con el horror, la realidad oculta bajo la apariencia de normalidad, el malsano ambiente que se deja entrever en las calles y gentes del poblado maldito, y sobre todo, la aparición purificadora del amor (la bella muchacha interpretada por , una actriz cada vez más en alza), liberan al protagonista del correaje de la razón, al tiempo que lo sumen en la confusión y la duda, que a punto están de concluir en tragedia.

Al final, se acaba imponiendo el camino intermedio. Por un lado, consigue atar todos los cabos que llevan a la resolución del caso, lo cual, a mi juicio, no era necesario, y constituye el punto débil del film; por otro lado, el protagonista asume que, si bien una realidad puede ser, perfectamente, apariencia de la misma, pues uno cree en lo que ve y en lo que percibe, no por ello deja de ser apariencia, y que sólo cuando la razón viene acompañada de inquietud y emoción es posible llegar a la verdad.

En un terreno más superficial, el recurso a ambientes góticos y a homenajes, más que obvios, a cierto espíritu de serie B, en especial, a la mítica productora Hammer (con aparición incluida de su más mítico representante: ) constituye, sin duda, un nuevo acierto de este director iconoclasta y ecléctico, capaz de combinar a la perfección el paisajismo más idílico con la visceralidad más repulsiva, la intriga predetectivesca con el humor más irónico (¿tributo a Polanski?). A destacar, por otra parte, el impresionante trabajo fotográfico de Lubezki, quien consigue que cada fotograma parezca una ilustración de un libro, así como la siempre arrebatadora aportación de en la música, esta vez añadiendo un tono más sombrío a la composición, como corresponde a una de terror romántico.

L. A. Confidential: Hollywood, el gran guiñol

Director de irregular trayectoria, especializado en thrillers psicológicos, entre los que destaca Malas compañías y, sobre todo, La mano que mece la cuna, , que comenzó como guionista de películas como El perro blanco, del recientemente fallecido Sam Fuller, tardó la friolera de seis años en dar cuerpo a su proyecto, hasta la fecha, más ambicioso y personal: la adaptación de todo un clásico de James Ellroy, L. A. Confidential, una compleja y densísima novela policiaca de más de 500 páginas y alrededor de 80 personajes, que constituye una auténtica crónica sobre la cara oculta y sórdida de una ciudad, Los Angeles, y una época, los años 50, que simbolizan el bienestar y los sueños de millones de personas de todo el mundo.

Policías corruptos, trepas sin escrúpulos pero honestos, gangsters que luchan por el control del tráfico de drogas, prostitutas de lujo, políticos demasiado «políticos» y periodistas sensacionalistas, entre otros, habitan en la llamada fábrica de sueños, un mundo de apariencias, falso como los decorados de una superproducción de Hollywood, del que se nutre tan heterogénea fauna para su supervivencia. Encarnados en unos espléndidos intérpretes, no demasiado conocidos (exceptuando al excelente y, claro está, a , como la glamourosa fulana Lynn Braken, en la mejor interpretación de su carrera), a los que Hanson dirige con inusual maestría, con una sobriedad y solidez que recuerdan a los grandes maestros que han dado gloria al cine negro, aunque quizás sus planteamientos están más cerca del de Chinatown que del Howard Hawks de El sueño eterno, por poner dos ejemplos.

Con la inestimable ayuda del co-guionista Brian Helgeland, y apoyándose en la magnífica dirección de fotografía llevada a cabo por y en una evocadora banda sonora repleta de temas clásicos de la época, acompañados por el estupendo score compuesto por el siempre eficiente , sin olvidar la perfecta recreación de ambientes y vestuario, que llevó esta película a arrasar en la ceremonia de entrega de los Oscar, Curtis Hanson consigue casi lo imposible: dar forma y credibilidad a una dificultosa trama centrada en las luchas intestinas de las mafias por controlar el pujante negocio de la droga, y en la que se ven envueltos destacados miembros del Departamento de Policía de Los Angeles, así como un peligroso magnate que controla una lujosa red de prostitución a alto nivel, con putas de asombroso parecido con grandes estrellas de la Edad Dorada de los estudios de Hollywood (en una escena, incluso creo reconocer a una doble de la niña-actriz Shirley Temple), lo que dará pie a alguna que otra situación jocosa (fenomenal el episodio con Lana Turner), y que tres policías, en apariencia, muy distintos en cuanto a carácter y ambiciones (el trepa Ed Exley, el sardónico Jack Vincennes y el romántico Bud White) tratarán de desentrañar. Todo ello bajo la atenta mirada de un experto en escándalos y montajes, un astuto duendecillo de la comunicación, interpretado por , que oficia como presentador de este gran guiñol hollywoodiense.

Sólo una pega: el engañoso, ambiguo y complaciente final -sin duda, una imposición de los productores-, resulta, cuanto menos, discutible, pues rompe con el tono general, absolutamente oscuro, de la película, aunque, a mi juicio, no logra echar por tierra 140 minutos de gran cine, de CINE con mayúsculas. De todos modos, confío en que algún día Curtis Hanson nos sorprenda con un «Director's cut», para redondear definitivamente la faena.

Por último, quisiera hacer una mención de honor a , como el policía protector de mujeres maltratadas, cuya portentosa voz no ha sido, en absoluto, respetada en la versión doblada (por suerte, yo vi el original); así como a (la alocada «drag queen» de Priscilla, reina del desierto), en el papel del joven policía trepa, y a ese magnífico «secundario» que es , al que muchos habrán identificado como el gentil pastor de Babe, el cerdito valiente.

Háganme un favor: NO SE LA PIERDAN.