A medio camino entre la aparente ingenuidad de películas como La humanidad en peligro o Planeta Prohibido, muy mal aprovechada en recientes producciones, como la muy fallida Independence Day, y la mala uva de Tim Burton en Marte Ataca, aunque sin llegar a los corrosivos extremos de esta última, Starship Troopers, irónica y ambigua adaptación de la utopía fascista de Robert A. Heinlein, llevada a cabo con particular cinismo por Paul Verhoeven, uno de los directores más políticamente incorrectos de los últimos tiempos, con la inestimable ayuda del guionista Ed Neumeier, en la que se nos muestra un futuro de claro corte belicista, cuyo gobierno obliga a efectuar el servicio militar a todos aquellos que deseen convertirse en ciudadanos (con derecho a voto) de una hipotética Federación global de países (la acción se sitúa inicialmente nada menos que una futura y poco probable Buenos Aires), habitada por gente guapa y asexuada (significativa la escena en las duchas mixtas), al estilo de teleseries de éxito, como la «ejemplar» Sensación de Vivir, cuyo «privilegiado» cerebro no les impide deleitarnos con diálogos de una estupidez supina, todo ello envuelto en una estética deliberadamente neo-nazi, deudora de los virtuosos decorados y vestuario de la sin par Star Wars. Armas que Verhoeven utiliza sabiamente para reírse de una mentalidad imperialista y castrense tan desmedida como, desgraciadamente, extendida por el llamado Primer Mundo, y el culto a la belleza y al cuerpo, eso sí, sin distinción de razas o sexos, ya que se trata de una modalidad de fascismo más refinada, más sutil. La película se abre con un elemento, quizás, el mayor acierto de esta incalificable joya, que se irá repitiendo y sacudiéndonos a lo largo del metraje. Me refiero a esos delirantes noticiarios salpicados de propaganda al más puro estilo Segunda Guerra Mundial, en la que los enemigos tradicionales, ya sean japoneses, alemanes o iraquíes, son sustituidos por los menos problemáticos (en cuanto poco susceptibles de generar simpatía) insectos galácticos (recuperando el estilo de entrañables clásicos como la ya mencionada La humanidad en peligro). En este sentido, la escena, a mi juicio, más memorable de la película es esa en que aparecen unos niños masacrando sin piedad a un grupo de pequeñas cucarachas, ante los gestos de desatada euforia de una histérica madre. Desde un plano meramente formal, es de destacar la enorme capacidad de Verhoeven para cambiar de registro, combinando toda clase de géneros, a los que homenajea irónicamente a través de secuencias claramente reconocibles: desde los picores adolescentes de las típicas películas de high-school de los 80 (con la figura del profesor inculcando disciplina y honor patrio en las adocenadas mentes de sus alumnos, frente a la inevitable incomprensión de los padres), los primeros ingenuos escarceos sexuales, y el espíritu de competitividad tratado de la manera más superficial; pasando por el más que evidente tributo a filmes como La chaqueta metálica o Oficial y caballero, en las secuencias que tienen lugar durante la instrucción militar. Todo ello culminado por las espectaculares escenas de confrontación entre los «bichos» y los humanos, escenas que nos remiten al western clásico, con El Álamo y, sobre todo, Chuka como principales modelos, y al cine bélico más colonialista, con La carga de la Brigada Ligera y la ultraviolenta Zulú como referentes más claros. Mención aparte merecen los impresionantes efectos especiales, capaces de dotar a la película de una belleza plástica (anticipando, de hecho, lo que será la nueva trilogía galáctica de George Lucas) y de una fenomenal carga de violencia difícilmente superables. ¡¡¡Y yo que creía que con Titanic ya lo había visto todo!!!.
Autor: Hugo Flores
Titanic: Bigger Than Life!!!
Producción de elefantiásicas proporciones y desmesurado presupuesto, Titanic, de James Cameron (quien, hasta ahora, había vivido siempre bajo las permanentes comparaciones con el Rey Midas de Hollywood, Steven Spielberg), es una de esas obras de ingeniería cinematográfica puesta al servicio de las emociones, llamadas a formar parte de la memoria colectiva de los cinéfilos durante varias generaciones.
Exquisitamente realizada, montada y fotografiada, utilizando todos los medios tecnológicos y artísticos de este final de siglo, Titanic es, sin embargo, una película que alcanza su grandeza en la historia de pasión, convencional, sí, pero siempre conmovedora, entre sus dos jóvenes protagonistas: un fascinante Leonardo Di Caprio (capaz, con sólo una mirada, de derretir plateas enteras repletas de muchachitas en flor -¡Dios, qué envidia me da!-, entre histéricas declaraciones de amor eterno, aunque imposible) como el joven Jack, un pintor bohemio destinado a salvar la vida, «en todos los sentidos», a una adolescente, Rose (maravillosa Kate Winslet), perteneciente a una familia aristócrata inglesa venida a menos, obligada, por decreto maternal, a contraer matrimonio con un prepotente norteamericano burgués, millonario, a pesar de su ignorancia, posesivo y reaccionario (Billy Zane, quizás lo único olvidable de la película). La travesía y posterior hundimiento del «insumergible» Titanic, símbolo universal del peligro que supone la imparable ambición humana por dominar el mundo a través de la tecnología, sin contar apenas con el factor humano (llama la atención que, en un barco equipado con los últimos avances tecnológicos de la época, los vigías no cuenten siquiera con prismáticos que les permitan ver los icebergs a distancia), se convierte así en mero transfondo trágico de esa pasión (la certidumbre sobre el desastre que se avecina hace que nos identifiquemos más con los protagonistas y nos involucremos más decididamente en la historia), un transfondo que no elude el aspecto social de lucha de clases, al retratar las desiguales condiciones en que viajaban tanto los pasajeros como la tripulación, según fuera su adscripción social, y la distinta suerte que corrieron durante la tragedia.
En un plano meramente formal hay que dividir la película en dos partes bien diferenciadas: una primera parte en el que vamos conociendo a los personajes, y en el que se da rienda suelta a la pasión y al proceso de desencorsetamiento de la joven protagonista, a raíz de su encuentro con el pintor, y que parte de la búsqueda de un extraordinario diamante (elemento que James Cameron utiliza como un McGuffin, pues para el espectador no tiene, en absoluto, valor) y del relato de su presunta propietaria, una anciana superviviente del naufragio que revivirá su traumática experiencia en un ejercicio de introspección que recuerda bastante a películas como Pequeño Gran Hombre; y una segunda parte, conmovedora y espectacular, que en algunos momentos nos recuerda al mejor Einsenstein (con grandiosos movimientos de masas, primeros planos y secuencias simbólicas, como la de los platos cayendo de los estantes, metáfora del declive de toda una época: la Eduardiana), en la que Cameron incluye momentos dignos del mejor teatro del absurdo (el miembro de la tripulación que amenaza al protagonista con hacerle responder ante la compañía por haber roto un panel, mientras el barco se hunde irremediablemente; o ese otro empleado que se suicida de un tiro en la sien por su incapacidad para controlar a las masas, matando incluso a un pasajero), sin olvidar escenas de una gran belleza, (como la de los ancianos esperando la muerte en su lecho, o los sensacionales travellings en las calderas que mueven el barco) o sencillamente dantescas (la barca navegando entre un mar de cadáveres), que hacen que pequeños fallos, como el de incluir ecos en alta mar, pasen casi desapercibidos.
Esta claro que, además, la historia está contada desde dos puntos de vista: el de la anciana Rose, centrada en lo puramente sentimental, y el del propio director (es obvio que muchos pasajes de la historia no podía conocerlos la protagonista), de claro contenido épico. Ambos puntos de vista se complementan y superponen a la perfección, desarrollando una compleja estructura narrativa, repleta de saltos temporales magníficamente conseguidos, y que culminan con la, para muchos, discutible secuencia final, que no voy a relatar por motivos obvios.
Por último, hacerme eco de dos escenas, a mi juicio memorables, como son la de la cena en el comedor de primera clase, y, sobre todo, la sensual escena en la que Jack retrata a la protagonista en toda su desnudez, simplemente ataviada con el preciado diamante. Un retrato que reflejará muchos años después el lado más pasional y humano de una de las mayores tragedias de nuestro siglo.
L. A. Confidential: Hollywood, el gran guiñol
Director de irregular trayectoria, especializado en thrillers psicológicos, entre los que destaca Malas compañías y, sobre todo, La mano que mece la cuna, Curtis Hanson, que comenzó como guionista de películas como El perro blanco, del recientemente fallecido Sam Fuller, tardó la friolera de seis años en dar cuerpo a su proyecto, hasta la fecha, más ambicioso y personal: la adaptación de todo un clásico de James Ellroy, L. A. Confidential, una compleja y densísima novela policiaca de más de 500 páginas y alrededor de 80 personajes, que constituye una auténtica crónica sobre la cara oculta y sórdida de una ciudad, Los Angeles, y una época, los años 50, que simbolizan el bienestar y los sueños de millones de personas de todo el mundo.
Policías corruptos, trepas sin escrúpulos pero honestos, gangsters que luchan por el control del tráfico de drogas, prostitutas de lujo, políticos demasiado «políticos» y periodistas sensacionalistas, entre otros, habitan en la llamada fábrica de sueños, un mundo de apariencias, falso como los decorados de una superproducción de Hollywood, del que se nutre tan heterogénea fauna para su supervivencia. Encarnados en unos espléndidos intérpretes, no demasiado conocidos (exceptuando al excelente Kevin Spacey y, claro está, a Kim Bassinger, como la glamourosa fulana Lynn Braken, en la mejor interpretación de su carrera), a los que Hanson dirige con inusual maestría, con una sobriedad y solidez que recuerdan a los grandes maestros que han dado gloria al cine negro, aunque quizás sus planteamientos están más cerca del Roman Polanski de Chinatown que del Howard Hawks de El sueño eterno, por poner dos ejemplos.
Con la inestimable ayuda del co-guionista Brian Helgeland, y apoyándose en la magnífica dirección de fotografía llevada a cabo por Dante Spinotti y en una evocadora banda sonora repleta de temas clásicos de la época, acompañados por el estupendo score compuesto por el siempre eficiente Jerry Goldsmith, sin olvidar la perfecta recreación de ambientes y vestuario, que llevó esta película a arrasar en la ceremonia de entrega de los Oscar, Curtis Hanson consigue casi lo imposible: dar forma y credibilidad a una dificultosa trama centrada en las luchas intestinas de las mafias por controlar el pujante negocio de la droga, y en la que se ven envueltos destacados miembros del Departamento de Policía de Los Angeles, así como un peligroso magnate que controla una lujosa red de prostitución a alto nivel, con putas de asombroso parecido con grandes estrellas de la Edad Dorada de los estudios de Hollywood (en una escena, incluso creo reconocer a una doble de la niña-actriz Shirley Temple), lo que dará pie a alguna que otra situación jocosa (fenomenal el episodio con Lana Turner), y que tres policías, en apariencia, muy distintos en cuanto a carácter y ambiciones (el trepa Ed Exley, el sardónico Jack Vincennes y el romántico Bud White) tratarán de desentrañar. Todo ello bajo la atenta mirada de un experto en escándalos y montajes, un astuto duendecillo de la comunicación, interpretado por Danny De Vito, que oficia como presentador de este gran guiñol hollywoodiense.
Sólo una pega: el engañoso, ambiguo y complaciente final -sin duda, una imposición de los productores-, resulta, cuanto menos, discutible, pues rompe con el tono general, absolutamente oscuro, de la película, aunque, a mi juicio, no logra echar por tierra 140 minutos de gran cine, de CINE con mayúsculas. De todos modos, confío en que algún día Curtis Hanson nos sorprenda con un «Director’s cut», para redondear definitivamente la faena.
Por último, quisiera hacer una mención de honor a Russell Crowe, como el policía protector de mujeres maltratadas, cuya portentosa voz no ha sido, en absoluto, respetada en la versión doblada (por suerte, yo vi el original); así como a Guy Pierce (la alocada «drag queen» de Priscilla, reina del desierto), en el papel del joven policía trepa, y a ese magnífico «secundario» que es James Cromwell, al que muchos habrán identificado como el gentil pastor de Babe, el cerdito valiente.
Háganme un favor: NO SE LA PIERDAN.
Mimic: Los sueños de la razón producen monstruos
Con la llegada del fin del pasado milenio, se multiplicaron las películas que, de manera más o menos afortunada, trataban de explotar la psicosis colectiva y los temores apocalípticos que este acontecimiento provoca. Y qué mejor manera de hacerlo que recurriendo a los seres mejor dotados para la supervivencia a ambientes hostiles: los temidos, odiados y admirados insectos.
Partiendo de referentes tan clásicos como Byron, Polidori y la escuela romántica del siglo XVIII, con el Frankenstein de Mary W. Shelley como buque insignia, o Kafka y La Metamorfosis, obra cumbre del existencialismo, e inevitablemente influido por Them! (La humanidad en peligro) y, en general, por el cine de serie B de los 50 y sus parábolas sobre la guerra fría y la amenaza nuclear, el mejicano Guillermo del Toro (responsable de la estupenda Cronos, a mi juicio, uno de los mejores y más acertados acercamientos al vampirismo de todos los tiempos) construye un inquietante fresco gótico, en apariencia destinado al puro entretenimiento y al susto fácil, que alcanza, sin embargo, verdadera categoría de fábula moral al mostrarnos, en todo su indescriptible horror, las inquietantes contradicciones de nuestra sociedad fin de siglo, en la que conviven dos realidades brutalmente distintas, aunque yuxtapuestas, cuyos contornos y fronteras no están claramente definidos, avisándonos, de paso, sobre los peligros de la manipulación genética y la falta de un código ético que establezca claramente cuáles deben ser los límites de toda investigación científica.
La película se abre con unos magníficos títulos de crédito, en la línea de los de Seven (no en vano, ambos han sido diseñados por Kyle Cooper), en los que se nos muestra imágenes de toda clase de insectos insertados en alfileres, como sutil metáfora de la peculiar relación que durante siglos se ha establecido entre estos seres y los humanos, que acaban confundiéndose con fotos de niños enfermos sujetas con esos mismos alfileres, como si los papeles, de repente, se invirtieran. Varias voces «mediáticas» nos informan sobre una terrible enfermedad que está acabando con la población infantil de Nueva York y que, por ello, constituye una seria amenaza para la supervivencia de nuestra especie. A modo de introducción, una primera secuencia (claramente inspirada en Ciudadano Kane, de Orson Welles) nos presenta a los héroes -más bien, anti-héroes- de esta historia, dos científicos (Jeremy Northam y, sobre todo, una maravillosa Mira Sorvino en el papel de investigadora genética) que logran crear un agente genético, un repugnante bichejo llamado «judas» (el nombre lo dice todo), capaz de acabar con la principal causante de la infección: la cucaracha del subsuelo. Desgraciadamente, no calculan bien los efectos de este hallazgo y el asqueroso insecto comienza a evolucionar imitando la forma humana (el título, Mimic, alude al «mimetismo»: propiedad que poseen algunos seres animales o vegetales de cambiar de forma o color en un momento determinado, imitando incluso a sus posibles presas, o a sus depredadores), constituyéndose, así, en una amenaza mucho mayor que la enfermedad para cuyo remedio fue creado. Y, precisamente, aquellos mismos que causaron el problema habrán de vérselas y deseárselas para solucionarlo, teniendo que introducirse en un mundo hostil, ante el que, hasta entonces, habían permanecido indiferentes, recorriendo todo un entramado de metros, túneles y alcantarillas, hábitat natural del «judas» y refugio de mendigos, delincuentes y niños de la calle, los grandes olvidados de nuestra sociedad. Para tamaña empresa contarán con la inestimable ayuda de un sacrificado policía afro-americano, un anciano limpiabotas y su nieto, un niño autista (detalle significativo) que, no sólo es capaz de reconocer los zapatos por el sonido de sus pisadas, sino que, además, es el único que consigue comunicarse con Long John (el macho de la especie) y sus terribles huestes.
No faltan en Mimic, como en todo film apocalíptico que se precie, los elementos religiosos: La iglesia abandonada que sirve de entrada a la guarida de los «judas», con un Cristo decapitado (Dios ha muerto -parece decirnos el director) y santos y vírgenes enfundados en plásticos (a modo de grotescos preservativos), el aspecto monjil de las criaturas y las innumerables cruces que aparecen a lo largo de la película. Destaca, además, la simbólica presencia de Frank Murray Abraham (Amadeus) en el papel de un científico moralista, quien, muy acertadamente, define a los «judas» como «pequeños monstruos de Frankenstein».
Un magnífico guión, en el que, además del propio Guillermo del Toro y Matthew Robbins (El Dragón del Lago de Fuego), ha colaborado gente como John Sayles, Matthew Greenberg y Steven Soderbergh, el excelente trabajo fotográfico de Dan Lausten y una eficientísima labor de producción, por obra y gracia de Miramax, son otras de las claves que convierten a Mimic en uno de los más densos y ricos filmes de terror de los últimos tiempos, superando, con la mitad de presupuesto y sin tanta superestrella, a otras muchas producciones, a mi juicio, vacuas, pero que, incomprensiblemente, han logrado un mayor impacto comercial. ¿Adivinan a cuáles me refiero?.
La boda de mi mejor amigo: Cantar, bailar, amar…
En estos tiempos en que la clásica confrontación entre comunistas y capitalistas ha dado paso a otra, no menos exacerbada, entre fumadores y no fumadores, es de agradecer que la protagonista de una comedia concebida para generar múltiples dividendos en taquilla, como es La boda de mi mejor amigo, se pase media película calando cigarrillos, de puro nervio. Yo, que no soy fumador -ni ganas-, no acabo de entender esa especie de cruzada contra el teórico «mal ejemplo» que es ver fumar en la gran pantalla a una estrella de Hollywood.
Julia Roberts (actriz que no es, en absoluto, de mi devoción, pero que en este caso he de reconocer que está soberbia) interpreta en este segundo film de P. J. Hogan (autor de la, quizás, más fresca, aunque menos lograda La Boda de Muriel) a una crítica culinaria que ve frustrado el gran sueño de su vida cuando su mejor amigo, un antiguo novio, periodista deportivo, al que sigue amando secretamente, le anuncia que va a casarse con una sumisa jovencita (maravillosa Cameron Diaz, demostrando que tras esa carita de porcelana y esas curvas de infarto se esconde una actriz de gran talento), casi perfecta, aunque un pelín simple, hija única de unos multimillonarios.
Haciendo gala de todo tipo de estratagemas diabólicas, incluso involucrando a su editor y amigo, un gay con mucha sorna (magistral Rupert Everett; merece un Oscar), quien trata de disuadirla sobre sus intenciones, Julia aprovecha su condición de madrina de la boda para tratar de evitar el enlace, jugando un doble papel de consejera de los futuros esposos, sobre todo de la novia, a quien malintencionadamente le reprocha que lo deje todo, incluido sus estudios, para casarse, y a quien pone en un serio compromiso al sugerirle que convenza al novio para que deje su empleo y acepte uno más cómodo y remunerado en el seno familiar, sabedora de que su amado le hace ascos a la vida burguesa. Todo se complica cuando un e-mail accidentalmente enviado le cuesta el puesto de trabajo al novio (Dermot Mulroney, perfecto en su incómodo papel de «príncipe azul» soso y descafeinado).
El australiano P. J. Hogan se atreve a ironizar sobre los malgastados clichés de la llamada comedia romántica sofisticada americana, demostrando una loable inteligencia al utilizar de modo calculadamente exagerado todos los convencionalismos del género (incluyendo delirantes númeritos músico-vocales al estilo Todo dicen I Love You, de Woody Allen), exceptuando el final, sorprendente y optimista, que no voy a desvelar, aunque sé que muchos ya lo conocen, y en el que la verdadera amistad, contrapuesta a sentimientos tales como los celos, los reparos, la inseguridad y el remordimiento, termina triunfando ante el contradictorio y destructivo afán posesivo de la protagonista, quien, sólo al final, muy al final, acabará aceptando su destino, no con resignación («esto también pasará» -cuenta un botones que le decía su abuela), sino con sincero convencimiento.
Bien arropado por un excelente grupo de actores y actrices, y por una encomiable labor de producción, P. J. Hogan consigue crear un falso universo kitsch, donde los personajes (en especial, las dos repelentes damas de honor), los decorados, los trajes hortera y los tonos pastel nos remiten a argumentos y situaciones de los años 50 y primeros 80 (década plagada de insulsas comedietas burguesas), manipulados con evidente mala uva (sólo hay que fijarse en el descacharrante número musical que acompaña a los títulos de crédito iniciales) por el mencionado director, con resultados más que notables, pese a la aparente trivialidad de la historia, que hacen de La boda de mi mejor amigo una de las mejores comedias estrenadas en el año.