Cara a Cara: Confusión

El malvado Castor Troy (), vestido de cura, manipula una descomunal bomba en el interior de un palacio de congresos. Acto seguido, como si se tratase del mismísimo M.C. Hammer, se marca un sorprendente baile con la música de El Mesías de fondo, interpretado por un coro de virginales adolescentes. Para rematar la faena, se arrima con decisión a una de las niñas (no tan niña) y, amasándole el trasero, le confiesa al oído su aversión hacia la obra cumbre de Haendel. Sin duda, una muy descriptiva manera de presentarnos al hedonista y perverso villano de esta nueva y decepcionante incursión de en el cine made in Hollywood.

Y eso que la película venía precedida de inmejorables críticas por parte de algunos reputados críticos, como mi admirado Jorge de Cominges (cuatro lujosas estrellas le puso en el), con quien suelo coincidir en muchas de sus valoraciones. No es este el caso. Desde el comienzo (esa escena del fatal disparo que acaba con la vida del hijo del policía) hasta el final (precedido de un exagerado duelo en el interior de una iglesia, habitada por centenares de palomas), se percibe claramente la intención, por parte del director, de hacer recaer la película sobre la base del puro y duro efectismo visual, en vez de apoyarse en un argumento que, si bien hoy en día no resulta muy creíble, ofrecía la oportunidad de recuperar con éxito un género como el thriller psicológico, tan maltratado en los últimos años, y que John Woo ya abordó, con mejores resultados, en su mítica The Killer. Pero incluso en el terreno de la genuina action-movie, Cara a cara no nos ofrece, ni de lejos, lo mejor del director de Hong Kong. La elegante precisión con que Woo solía coreografiar las escenas de tiroteos, como si de un grandioso número circense se tratara, ha dado paso a un indigesto batiburrillo de ciencia-ficción, violencia gratuita, estética animé y homenajes más que evidentes al espagueti-western (aunque sin la intención desmitificadora que caracterizaba a este último). Todo ello sazonado con inapropiados toques de sensiblería: la relación que se establece entre el policía y el hijo del malo, o las muestras de cariño de este último hacia su hermano Pollux (Castor y Pollux, ¡qué gracioso!), al que continuamente tiene que atarle el cordón de su zapatilla, etc. De su personal estilo, sólo apreciamos su ya clásico duelo de pistolas frente a frente, o esa escena, inventada por él -y que Tarantino utilizó en Reservoir Dogs– en la que todos se apuntan y nadie parece atreverse a disparar primero. Pero son meros detalles que únicamente contribuyen a acentuar la sensación de dejá vu que transmite el film.

Lo del intercambio de personalidad, pese a que, como ya he comentado, no parece muy viable, hubiese servido de perfecta excusa para plantear una parábola sobre la crisis de identidad -esa lacra de nuestro tiempo-, o para alertarnos sobre la creciente confusión a la que parece abocada la sociedad actual. Por desgracia, únicamente ha servido para que dos grandes estrellas, como son y Nicolas Cage, exhiban toda su particular gama de tics interpretativos, en un festival de histrionismo sin parangón en el cine actual. Desde el momento en que intercambian sus papeles, el bueno de Nicolas Cage, más patético que nunca, no para de llorar y gimotear, mientras un malvado John Travolta, con cara y modales de viciosillo, se lo pasa en grande palpando culos, bailando soul, llevándose a la cama a la esposa del poli (una elegantísima , sin duda, lo mejor del film), o tratando de seducir a su rebelde hijita (la jugosa , la nueva Lolita), aunque en ningún momento llega a abusar de ella (lo que, inevitablemente, habría desatado las iras de la censura yanqui). Es más, el malo acabará asumiendo, aunque a su manera, el papel de padre protector que le ha tocado desempeñar. Por otra parte, resulta llamativo que el villano fume y el poli no, aunque esta velada apología del anti-tabaquismo se vea compensada con varias alusiones políticamente incorrectas al deprimente sin vivir del bueno, en contraste con el carácter lúbrico y nihilista del malo, quien, sin lugar a dudas, resulta mucho más atractivo que su oponente. También llama la atención que, una vez amainada la tormenta, la familia del poli sea capaz de superar tan traumática experiencia y recuperar su equilibrio vital. Incluso parece mejorar, al sumarse a ellos un nuevo miembro, y al abandonar la hija su impersonal look de fulana (algo que, curiosamente, han de agradecer al malo). Sinceramente, no me parece nada creíble.

Sorprendentemente, la escena más lograda del film no es de acción. Me refiero a ese momento en que Castor Troy, suplantando la personalidad de su antagonista, ha de fingir dolor de padre ante la tumba del hijo de este último. Es el único instante en el que parece apreciarse un cierto remordimiento en el villano. Es como un oasis en mitad de un desierto de mediocridad. Una lástima.

Cop Land: Solo ante el peligro

Sí, ya sé que es un símil muy manido, pero es que las comparaciones con el inolvidable film de Zinnemann son inevitables. En su segundo film, tras Heavy, film de culto que descubrió para el cine a la suculenta , nos propone una vuelta a los postulados del cine clásico norteamericano, concretamente del cine negro y el western, géneros por antonomasia de la cinematografía yanqui.

Un grupo de policías neoyorquinos decide crear una tranquila comunidad fuera de la ciudad, en Nueva Jersey, para alejarse del mundanal ruido y los continuos problemas a los que puede estar sometido un «poli» en la gran ciudad. Sin embargo, pronto descubrimos las verdaderas intenciones de estos llamados representantes de la Ley. La comunidad no es más que una tapadera para toda clase de chanchullos y tramas turbias, con implicaciones mafiosas, que escapan al control de los sagaces investigadores de asuntos internos, por hallarse dicha comunidad fuera de su jurisdicción. Para asegurar una total impunidad a sus actos, nombran sheriff a un tipo aparentemente dócil y simple (sorprendente , muy alejado de su estereotipada imagen de mazas, aunque igual de inexpresivo que siempre) que no pudo ingresar en el cuerpo por sufrir sordera en un oído, producida al intentar salvar a una joven que cayó al río en su coche. Sin embargo, al cabo de los años, ese humilde hombretón está llamado a convertirse en pieza clave para desenmascarar a los siniestros responsables de tanta corrupción.

Un argumento sencillo y convencional, a través del cual el director rescata la vieja épica del hombre solitario y despreciado, enfrentado al dilema de proteger a sus «amigos» o hacer cumplir la ley como corresponde. La misteriosa desaparición de un joven policía (), envuelto en un extraño incidente con tintes raciales, se convierte en la excusa perfecta para que, de una vez por todas, el protagonista haga valer su autoridad frente a una piña de hombres mucho más preparados y experimentados que él, capitaneados por un siniestro personaje (inquietante , en una de esas interpretaciones con aroma a Oscar), que no dudan en recurrir a toda clase de artimañas, incluido el asesinato, para salvaguardar su idílica sociedad perfecta, ante las continuas intromisiones de un investigador de asuntos internos (desaprovechado ), dispuesto a saldar cuentas pendientes.

Un desquiciado policía cocainómano (resucitado ), traumatizado por la pérdida de un compañero en circunstancias extrañas, y al que sus colegas no le perdonan su relación sentimental con una puertorriqueña, y la joven esposa de uno de los policías (estupenda ), salvada hace años por el sheriff, con el que mantiene un romance imposible, completan el entramado de personajes a quienes, de una forma u otra, afectará la decisión última y arriesgada de nuestro particular de saldo.

James Mangold ha sabido rodearse de un fenomenal grupo de intérpretes, pero ha cometido el error de hacerlos girar en torno al mediocre Stallone, que no sale muy bien parado en sus enfrentamientos con Keitel y compañía. Tampoco acierta al dotar a su película de un cierto tufillo sensacionalista, con evidente maniqueísmo en la descripción moral de los personajes, a quienes acaba dividiendo en bandos de buenos, malos y meros consentidores en el clarificador duelo final, eso sí, magníficamente conseguido. Como aspectos positivos, destacar la sobria y pulcra realización, un fenomenal trabajo fotográfico, la eficiente banda sonora compuesta por , la impecable dirección de actores y, por supuesto, la intención de denuncia social de los malos usos y abusos de autoridad cometidos por aquellos que, llamados a hacer cumplir la ley, creen estar por encima de ella. Lástima que esta intención no se traduzca en mejores resultados.

Poder Absoluto: Todos los hombres del presidente

Film menor dentro de la encomiable carrera del actor-director , Absolute Power se deslinda de la actual tendencia laudatoria hacia la figura del Presidente de los EEUU, para presentarnos a un inquilino de la Casa Blanca bebedor, mujeriego y embustero.

Basada en una mediocre novela de intriga, la película narra las peripecias de un veterano ladrón profesional que es testigo de la agresión a la joven esposa de un influyente personaje de Washington por parte del mismísimo mandatario estadounidense, y de la letal intervención de sus hombres de confianza para salvaguardar la integridad de tan egregio personaje.

Con una realización convencional, un guión discretito, aunque efectivo, y un plantel de actores de quitarse el sombrero (a parte del propio Eastwood, como el escurridizo ladrón, destacan , como el pérfido presidente, , como su inseparable «mano derecha», la mujer que infructuosamente trata de sacarle de todos los líos, el siempre inquietante y , como los fieles sicarios del Servicio Secreto, , como el investigador encargado del caso, el veterano , como el principal valedor del presidente, y marido engañado de la víctima, y la preciosa y -desgraciadamente- poco prodigada , como la hija del involuntario testigo), el film carece, sin embargo, de un ajustado sentido del ritmo. Algunas escenas, como la que abre la película, se hacen interminables, como si el director tratase de forzar al límite la sensación de angustia y suspense. Otras, en cambio, están aceleradas y mal resueltas (servidor sigue preguntándose cómo coño -con perdón- lo hace el protagonista para burlar en todo momento a la policía, al FBI, al Servicio Secreto y a Santo Cristo con unos disfraces tan casposos que hasta dan grima).

El problema, a mi juicio, no está en el guión (bastante ha hecho el gran al dar una mínima consistencia a una trama tan inverosímil), sino en su traslación a imágenes. Siempre he pensado que la gran asignatura pendiente de Clint Eastwood como director es el manejo del «tempo». Una buena puesta en escena no consiste sólo en saber colocar los personajes y la cámara en el sitio correcto, sino en saber desarrollar las escenas al ritmo adecuado, sin prisas, pero sin pausas. Lo que Clint Eastwood nos cuenta en dos horas, Hitchcock lo haría, en media hora, en unas de sus magníficas historias para la Televisión. No es mi intención criticar al bueno de Clint; al contrario, admiro el clasicismo de sus películas, pero creo que debería pulir algunos defectos, ponerse en el lugar de un espectador de metro ochenta de altura que trata de acomodarse como puede en el diminuto espacio que separa una fila de butacas de otra.

Por suerte, la película logra salvarse gracias al buen hacer de los actores, a algunos detalles que demuestran la nueva sensibilidad adquirida en los últimos años por Clint Eastwood (la relación entre el veterano ladrón y su hija, nada menos que fiscal, nos muestra la cara más amable del antaño «tipo duro» por excelencia) y a una sanísima intención crítica hacia los siniestros mecanismos del Poder y hacia la, a menudo, abusiva y cínica conducta de quienes lo ostentan. Triste consuelo es saber que los malos casi siempre pierden en la ficción. Ojalá ocurriese lo mismo en la realidad.

Carretera Perdida: El lado oscuro

El gran mérito de directores como consiste en la inquebrantable fidelidad que tienen hacia su forma de hacer cine. Uno va a ver una película de Tarantino, Scorsese o el mismo Lynch y ya de antemano sabe lo que le espera.

A algunos les puede gustar lo que hace, otros, en cambio, lo odiarán; pero nadie, absolutamente nadie queda indiferente hacia el cine de este, en mi opinión, excepcional director.

En Carretera Perdida encontramos las constantes de su cine: una atmósfera inquietante, acongojante desde el principio, un predominio de la imagen y el sonido (¡atención, sobre todo, al recital de sonidos estridentes, atmosféricos, chirriantes y, en resumen, morbosamente desagradables que jalonan la alucinante banda sonora de la película!) sobre el diálogo, donde destacaría la memorable secuencia en la que el gangster le «aconseja» prudencia a un descerebrado conductor, e incluso sobre el mismo argumento. Alguien puede pensar que esto es pura superficialidad, pero no es así. Lo que Lynch hace es mostrarnos todo aquello que nosotros apenas recordamos al despertar después de una agitada noche: nuestro subconsciente, nuestro lado oculto, ¡nuestras pesadillas!.

Se puede definir Carretera Perdida como se quiera. Mi propia hermana la ha definido como «una especie de thriller con argumento lineal pero contado al revés» (una definición, sin duda, tan surrealista como el propio film). En el hay psicópatas con doble personalidad, mujeres fatales de doble vida, gangsters sucios, asesinatos, vouyerismo, humor negro y algo más: ese espíritu maligno siempre presente en el cine de Lynch (¿recordáis Twin Peaks?), esa morbosidad desbordada (fascinante ) y esa falta de concreción al final de sus historias y esos repentinos y gratuitos cambios de ritmo que constituyen lo mejor y lo peor de esta apasionante película y, en general, de toda su interesante filmografía.