Con injustificado retraso ha llegado a nuestras pantallas una de las obras fundamentales de la animación nipona, una fábula ecologista y épica de profundo calado ético, que vista sin los prejuicios del espectador occidental, demasiado acostumbrado a producciones que fomentan la estulticia e idiotez infantil con propósito meramente comercial, ha de ser considerada como una de las creaciones cinematográficas más sobresalientes de este fin de siglo; una película que es un canto decidido a favor del equilibrio entre la naturaleza y el ser humano como parte sustancial e inherente de la misma, construida a partir de pretextos argumental clásicos, como son el amor y el viaje del héroe, metáfora de un viaje interior tan complejo y fascinante como la aventura que describe.
Su creador, el maestro Hayao Miyazaki, autor de obras capitales de joyas de la animación, como Porco Rosso, y gran admirador de John Ford, de quien ha adquirido su gusto por la composición de planos, su pasión por las miradas y los espacios abiertos y su preferencia por los personajes de trazo moral complejo (en especial, los femeninos, a los cuales el director dota de una fortaleza y un coraje insólitos, más teniendo en cuenta la cultura de la que proviene, tal vez, injustamente asociada a estereotipos machistas), es capaz lo mismo de apabullarnos con secuencias espectaculares, con un ritmo y una estética fuera de lo común (sobre todo en lo que se refiere a las escenas de batalla y al diseño de paisajes y criaturas) como de asombrarnos al lograr el difícil milagro del sobreentendido, recurriendo simplemente a imágenes fijas y a silencios, paradójicamente, llenos de expresividad.
Es en ese uso portentoso de los sobreentendidos donde Miyazaki logra su mejor baza frente a la superficial exhibición tecnológica de la producciones Disney (salvo contadas excepciones, como la magistral saga de Toy Story), y que, aun echando en falta una mayor ambigüedad de personaje principal, quizás, demasiado volcado hacia el retrato heroico, y un metraje algo más corto (fallos perfectamente comprensibles desde la perspectiva épica que se le ha querido dar al argumento), convierten a La Princesa Mononoke en un claro referente, un ejemplo a seguir por las nuevas generaciones de animadores y, en general, por todos los presentes y futuros forjadores de ese arte llamado Cine. De hecho, su influencia ya se hace patente en el último fragmento del espectáculo Fantasía 2000.