Poder Absoluto: Todos los hombres del presidente

Film menor dentro de la encomiable carrera del actor-director , Absolute Power se deslinda de la actual tendencia laudatoria hacia la figura del Presidente de los EEUU, para presentarnos a un inquilino de la Casa Blanca bebedor, mujeriego y embustero.

Basada en una mediocre novela de intriga, la película narra las peripecias de un veterano ladrón profesional que es testigo de la agresión a la joven esposa de un influyente personaje de Washington por parte del mismísimo mandatario estadounidense, y de la letal intervención de sus hombres de confianza para salvaguardar la integridad de tan egregio personaje.

Con una realización convencional, un guión discretito, aunque efectivo, y un plantel de actores de quitarse el sombrero (a parte del propio Eastwood, como el escurridizo ladrón, destacan , como el pérfido presidente, , como su inseparable «mano derecha», la mujer que infructuosamente trata de sacarle de todos los líos, el siempre inquietante y , como los fieles sicarios del Servicio Secreto, , como el investigador encargado del caso, el veterano , como el principal valedor del presidente, y marido engañado de la víctima, y la preciosa y -desgraciadamente- poco prodigada , como la hija del involuntario testigo), el film carece, sin embargo, de un ajustado sentido del ritmo. Algunas escenas, como la que abre la película, se hacen interminables, como si el director tratase de forzar al límite la sensación de angustia y suspense. Otras, en cambio, están aceleradas y mal resueltas (servidor sigue preguntándose cómo coño -con perdón- lo hace el protagonista para burlar en todo momento a la policía, al FBI, al Servicio Secreto y a Santo Cristo con unos disfraces tan casposos que hasta dan grima).

El problema, a mi juicio, no está en el guión (bastante ha hecho el gran al dar una mínima consistencia a una trama tan inverosímil), sino en su traslación a imágenes. Siempre he pensado que la gran asignatura pendiente de Clint Eastwood como director es el manejo del «tempo». Una buena puesta en escena no consiste sólo en saber colocar los personajes y la cámara en el sitio correcto, sino en saber desarrollar las escenas al ritmo adecuado, sin prisas, pero sin pausas. Lo que Clint Eastwood nos cuenta en dos horas, Hitchcock lo haría, en media hora, en unas de sus magníficas historias para la Televisión. No es mi intención criticar al bueno de Clint; al contrario, admiro el clasicismo de sus películas, pero creo que debería pulir algunos defectos, ponerse en el lugar de un espectador de metro ochenta de altura que trata de acomodarse como puede en el diminuto espacio que separa una fila de butacas de otra.

Por suerte, la película logra salvarse gracias al buen hacer de los actores, a algunos detalles que demuestran la nueva sensibilidad adquirida en los últimos años por Clint Eastwood (la relación entre el veterano ladrón y su hija, nada menos que fiscal, nos muestra la cara más amable del antaño «tipo duro» por excelencia) y a una sanísima intención crítica hacia los siniestros mecanismos del Poder y hacia la, a menudo, abusiva y cínica conducta de quienes lo ostentan. Triste consuelo es saber que los malos casi siempre pierden en la ficción. Ojalá ocurriese lo mismo en la realidad.

La Princesita: «Todas las mujeres son princesas por derecho propio»

No voy a andarme con rodeos. La Princesita es, en mi opinión, una de las mejores películas infantiles de los últimos años, comparable a joyas como Babe, el cerdito valiente o Toy Story (curiosamente las tres han sido «operas primas»). Lo que no acabo de entender es como una maravilla de película como esta, con un guión espléndido que combina realidad y fantasía a la perfección; con una fotografía, donde predominan los tonos cálidos, exóticos y frutales (en especial el verde); una dirección artística, un vestuario, un maquillaje, la evocadora música de y unos efectos especiales increíbles, pero que en ningún momento eclipsan el contenido de la historia, sino que la complementan de tal manera que se hacen imprescindibles; con una sensibilidad que te llega al corazón sin caer nunca en la sensiblería; con una realización ejemplar (los picados, contrapicados y encadenamiento de planos me recuerdan al mejor ); y, sobre todo, con una niña, un pedazo de actriz, una preciosidad, un ángel a años luz de la repelente (y otras monstruosidades por el estilo) llamada … Como iba diciendo, no me explico como esta obra maestra no ha sido exhibida en nuestro país donde corresponde: en un sala cinematográfica y a lo grande, como se merece este -insisto- diamante. Los distribuidores deberían flagelarse hasta desangrarse por esta ignominia.

Carretera Perdida: El lado oscuro

El gran mérito de directores como consiste en la inquebrantable fidelidad que tienen hacia su forma de hacer cine. Uno va a ver una película de Tarantino, Scorsese o el mismo Lynch y ya de antemano sabe lo que le espera.

A algunos les puede gustar lo que hace, otros, en cambio, lo odiarán; pero nadie, absolutamente nadie queda indiferente hacia el cine de este, en mi opinión, excepcional director.

En Carretera Perdida encontramos las constantes de su cine: una atmósfera inquietante, acongojante desde el principio, un predominio de la imagen y el sonido (¡atención, sobre todo, al recital de sonidos estridentes, atmosféricos, chirriantes y, en resumen, morbosamente desagradables que jalonan la alucinante banda sonora de la película!) sobre el diálogo, donde destacaría la memorable secuencia en la que el gangster le «aconseja» prudencia a un descerebrado conductor, e incluso sobre el mismo argumento. Alguien puede pensar que esto es pura superficialidad, pero no es así. Lo que Lynch hace es mostrarnos todo aquello que nosotros apenas recordamos al despertar después de una agitada noche: nuestro subconsciente, nuestro lado oculto, ¡nuestras pesadillas!.

Se puede definir Carretera Perdida como se quiera. Mi propia hermana la ha definido como «una especie de thriller con argumento lineal pero contado al revés» (una definición, sin duda, tan surrealista como el propio film). En el hay psicópatas con doble personalidad, mujeres fatales de doble vida, gangsters sucios, asesinatos, vouyerismo, humor negro y algo más: ese espíritu maligno siempre presente en el cine de Lynch (¿recordáis Twin Peaks?), esa morbosidad desbordada (fascinante ) y esa falta de concreción al final de sus historias y esos repentinos y gratuitos cambios de ritmo que constituyen lo mejor y lo peor de esta apasionante película y, en general, de toda su interesante filmografía.

El Paciente Inglés: ¿fuego o hielo?

Dicen que las noches en el Sahara son extremadamente frías, y esto precisamente me hizo sentir la tan laureada obra de : frío donde debía sentir calor. Y la pasión, amigos míos, consiste precisamente en lo contrario. Quien haya visto Doctor Zhivago seguramente sabe de lo que hablo.

En mi modesta opinión, El Paciente Inglés merece todos los Oscar recibidos… Todos, menos uno; y ese «uno» es precisamente el más importante: el de mejor película. ¿Por qué? Por que los actores están fantásticos, en especial (su romance con el sij es lo más hermoso de la película, aunque en mi opinión, paradójicamente, no venía mucho a cuento), la fotografía sublime, la música no digamos, el montaje ejemplar, la realización brillante, la producción y el vestuario soberbios, el sonido perfecto, y lo del «enigma de las nacionalidades» como pretexto argumental muy apropiado para los tiempos que corren. Sin embargo (y es aquí donde quiero incidir) le falta algo esencial: la emoción, la ansiedad, el sobrecogimiento, el dolor y, sobre todo, el sentirme partícipe de la historia, sentirme identificado con las situaciones y los personajes, el haber querido compartir con ellos su fatal o feliz -según se mire- destino.

Trainspotting: La vida en un chute

La palabra Trainspotting hace referencia a un oficio muy británico consistente en apuntar los trenes que pasan por una estación. Esta actividad tan aparentemente monótona e inútil constituye toda una «modus vivendi» para quien la realiza. Lo mismo ocurre con los heroinómanos. La despreocupada vida del yonqui consiste casi exclusivamente en una sucesión de «chutes» tan sólo interrumpida por las inaguantables resacas, que suelen culminar en un nuevo «mono». En contraste con la sociedad consumista, cuyos individuos aspiran a tener de todo, a poseer cuantas más cosas mejor, al yonqui una única cosa le preocupa: asegurarse, como sea, la siguiente dosis. Esto le convierte casi en un ser -digamos- especial y, por tanto, en peligro de extinción. De ahí la conveniencia de retratarlos con rigor, sin complacencia, sí, pero sin tremendismo, algo que el cine ha logrado en muy pocas ocasiones. Y es precisamente aquí donde Trainspotting gana la partida a anteriores experimentos, todavía recientes (véase El pico e incluso Kids), sobre el mundo de la adicción combinado con el retrato generacional.

Muchos han querido comparar esta película con la archipopular Pulp Fiction. Puede que como fenómeno de masas y desde un punto de vista superficial tengan cierta similitud pero existen diferencias más que evidentes (aparte, claro está, del argumento). En primer lugar, mientras el film de Tarantino, pese a su carácter transgresor, bebe directamente de las fuentes del cine clásico americano (su referente más próximo sería ) y del cómic, Trainspotting, cuya base literaria (la novela homónima de Irvine Welsh) no duda en reinterpretar o, mejor dicho, corromper, es un más que interesante intento (desde luego, mucho más que Romeo+Julieta) de integrar el lenguaje video-clip en el lenguaje puramente cinematográfico. De ahí que el calculado efectismo de las imágenes cobre una importancia vital a la hora de describir el desmadrado periplo vital de los personajes. En este aspecto, yo destacaría el uso que Danny Boyle hace del gran angular (nada novedoso, por cierto, si tenemos en cuenta La naranja mecánica, de Kubrick, película a la que Trainspotting rinde un nada disimulado homenaje). Mientras que en el cine de Welles este se usaba con funciones narrativas (la profundidad de campo, que permitía situar a varios personajes, en distintos planos, simultáneamente en la misma secuencia) aquí tiene una función puramente estética (el llamado efecto «mirilla»).

En cuanto al contenido, existen más diferencias respecto a Pulp Fiction: el distinto estrato social en que se desenvuelven los personajes, la distinta percepción del humor (negro en ambos casos, pero más escatológico en Trainspotting), la distinta estructura del guión, así como las inevitables diferencias «culturales» entre el cine americano y el británico, pese a que este último haya roto definitivamente con Europa, creando su propia industria e incluso su propia constelación de estrellas (entre las que se augura un lugar destacado al protagonista de Trainspotting, el escocés ). De todos modos, a ambas películas les corresponde el mérito de haber roto con la apatía reinante en el panorama cinematográfico de fin de siglo, sabiendo combinar calidad y entretenimiento, sin renunciar al universal espíritu transgresor, común denominador de la nueva generación de directores.