Film menor dentro de la encomiable carrera del actor-director Clint Eastwood, Absolute Power se deslinda de la actual tendencia laudatoria hacia la figura del Presidente de los EEUU, para presentarnos a un inquilino de la Casa Blanca bebedor, mujeriego y embustero.
Basada en una mediocre novela de intriga, la película narra las peripecias de un veterano ladrón profesional que es testigo de la agresión a la joven esposa de un influyente personaje de Washington por parte del mismísimo mandatario estadounidense, y de la letal intervención de sus hombres de confianza para salvaguardar la integridad de tan egregio personaje.
Con una realización convencional, un guión discretito, aunque efectivo, y un plantel de actores de quitarse el sombrero (a parte del propio Eastwood, como el escurridizo ladrón, destacan Gene Hackman, como el pérfido presidente, Judy Davis, como su inseparable «mano derecha», la mujer que infructuosamente trata de sacarle de todos los líos, el siempre inquietante Scott Glenn y Dennios Haysbert, como los fieles sicarios del Servicio Secreto, Ed Harris, como el investigador encargado del caso, el veterano E.G. Marshall, como el principal valedor del presidente, y marido engañado de la víctima, y la preciosa y -desgraciadamente- poco prodigada Laura Linney, como la hija del involuntario testigo), el film carece, sin embargo, de un ajustado sentido del ritmo. Algunas escenas, como la que abre la película, se hacen interminables, como si el director tratase de forzar al límite la sensación de angustia y suspense. Otras, en cambio, están aceleradas y mal resueltas (servidor sigue preguntándose cómo coño -con perdón- lo hace el protagonista para burlar en todo momento a la policía, al FBI, al Servicio Secreto y a Santo Cristo con unos disfraces tan casposos que hasta dan grima).
El problema, a mi juicio, no está en el guión (bastante ha hecho el gran William Goldman al dar una mínima consistencia a una trama tan inverosímil), sino en su traslación a imágenes. Siempre he pensado que la gran asignatura pendiente de Clint Eastwood como director es el manejo del «tempo». Una buena puesta en escena no consiste sólo en saber colocar los personajes y la cámara en el sitio correcto, sino en saber desarrollar las escenas al ritmo adecuado, sin prisas, pero sin pausas. Lo que Clint Eastwood nos cuenta en dos horas, Hitchcock lo haría, en media hora, en unas de sus magníficas historias para la Televisión. No es mi intención criticar al bueno de Clint; al contrario, admiro el clasicismo de sus películas, pero creo que debería pulir algunos defectos, ponerse en el lugar de un espectador de metro ochenta de altura que trata de acomodarse como puede en el diminuto espacio que separa una fila de butacas de otra.
Por suerte, la película logra salvarse gracias al buen hacer de los actores, a algunos detalles que demuestran la nueva sensibilidad adquirida en los últimos años por Clint Eastwood (la relación entre el veterano ladrón y su hija, nada menos que fiscal, nos muestra la cara más amable del antaño «tipo duro» por excelencia) y a una sanísima intención crítica hacia los siniestros mecanismos del Poder y hacia la, a menudo, abusiva y cínica conducta de quienes lo ostentan. Triste consuelo es saber que los malos casi siempre pierden en la ficción. Ojalá ocurriese lo mismo en la realidad.