El malvado Castor Troy (Nicolas Cage), vestido de cura, manipula una descomunal bomba en el interior de un palacio de congresos. Acto seguido, como si se tratase del mismísimo M.C. Hammer, se marca un sorprendente baile con la música de El Mesías de fondo, interpretado por un coro de virginales adolescentes. Para rematar la faena, se arrima con decisión a una de las niñas (no tan niña) y, amasándole el trasero, le confiesa al oído su aversión hacia la obra cumbre de Haendel. Sin duda, una muy descriptiva manera de presentarnos al hedonista y perverso villano de esta nueva y decepcionante incursión de John Woo en el cine made in Hollywood.
Y eso que la película venía precedida de inmejorables críticas por parte de algunos reputados críticos, como mi admirado Jorge de Cominges (cuatro lujosas estrellas le puso en el), con quien suelo coincidir en muchas de sus valoraciones. No es este el caso. Desde el comienzo (esa escena del fatal disparo que acaba con la vida del hijo del policía) hasta el final (precedido de un exagerado duelo en el interior de una iglesia, habitada por centenares de palomas), se percibe claramente la intención, por parte del director, de hacer recaer la película sobre la base del puro y duro efectismo visual, en vez de apoyarse en un argumento que, si bien hoy en día no resulta muy creíble, ofrecía la oportunidad de recuperar con éxito un género como el thriller psicológico, tan maltratado en los últimos años, y que John Woo ya abordó, con mejores resultados, en su mítica The Killer. Pero incluso en el terreno de la genuina action-movie, Cara a cara no nos ofrece, ni de lejos, lo mejor del director de Hong Kong. La elegante precisión con que Woo solía coreografiar las escenas de tiroteos, como si de un grandioso número circense se tratara, ha dado paso a un indigesto batiburrillo de ciencia-ficción, violencia gratuita, estética animé y homenajes más que evidentes al espagueti-western (aunque sin la intención desmitificadora que caracterizaba a este último). Todo ello sazonado con inapropiados toques de sensiblería: la relación que se establece entre el policía y el hijo del malo, o las muestras de cariño de este último hacia su hermano Pollux (Castor y Pollux, ¡qué gracioso!), al que continuamente tiene que atarle el cordón de su zapatilla, etc. De su personal estilo, sólo apreciamos su ya clásico duelo de pistolas frente a frente, o esa escena, inventada por él -y que Tarantino utilizó en Reservoir Dogs– en la que todos se apuntan y nadie parece atreverse a disparar primero. Pero son meros detalles que únicamente contribuyen a acentuar la sensación de dejá vu que transmite el film.
Lo del intercambio de personalidad, pese a que, como ya he comentado, no parece muy viable, hubiese servido de perfecta excusa para plantear una parábola sobre la crisis de identidad -esa lacra de nuestro tiempo-, o para alertarnos sobre la creciente confusión a la que parece abocada la sociedad actual. Por desgracia, únicamente ha servido para que dos grandes estrellas, como son John Travolta y Nicolas Cage, exhiban toda su particular gama de tics interpretativos, en un festival de histrionismo sin parangón en el cine actual. Desde el momento en que intercambian sus papeles, el bueno de Nicolas Cage, más patético que nunca, no para de llorar y gimotear, mientras un malvado John Travolta, con cara y modales de viciosillo, se lo pasa en grande palpando culos, bailando soul, llevándose a la cama a la esposa del poli (una elegantísima Joan Allen, sin duda, lo mejor del film), o tratando de seducir a su rebelde hijita (la jugosa Dominique Swain, la nueva Lolita), aunque en ningún momento llega a abusar de ella (lo que, inevitablemente, habría desatado las iras de la censura yanqui). Es más, el malo acabará asumiendo, aunque a su manera, el papel de padre protector que le ha tocado desempeñar. Por otra parte, resulta llamativo que el villano fume y el poli no, aunque esta velada apología del anti-tabaquismo se vea compensada con varias alusiones políticamente incorrectas al deprimente sin vivir del bueno, en contraste con el carácter lúbrico y nihilista del malo, quien, sin lugar a dudas, resulta mucho más atractivo que su oponente. También llama la atención que, una vez amainada la tormenta, la familia del poli sea capaz de superar tan traumática experiencia y recuperar su equilibrio vital. Incluso parece mejorar, al sumarse a ellos un nuevo miembro, y al abandonar la hija su impersonal look de fulana (algo que, curiosamente, han de agradecer al malo). Sinceramente, no me parece nada creíble.
Sorprendentemente, la escena más lograda del film no es de acción. Me refiero a ese momento en que Castor Troy, suplantando la personalidad de su antagonista, ha de fingir dolor de padre ante la tumba del hijo de este último. Es el único instante en el que parece apreciarse un cierto remordimiento en el villano. Es como un oasis en mitad de un desierto de mediocridad. Una lástima.