Todo sobre mi madre: La vida es puro teatro

El regreso fugaz a nuestra cartelera, coincidiendo con su reciente nominación al Oscar, del último film de , es sin duda una noticia que alegrará a todos los buenos amantes del cine, partidarios o no del discutido director manchego, una personalidad capaz de levantar pasiones encontradas, tal vez, como ningún otro creador de nuestro tiempo, lo cual constituye, no sólo una señal de fuerte personalidad, sino un reflejo inequívoco de su condición de Autor, así, con mayúscula, una especie, desgraciadamente, en vías de extinción, y que, salvando las distancias, tiene en o su correspondiente made in USA, y a Buñuel, con quien injustamente se le ha comparado, su más claro precedente, en cuanto a prestigio y universalidad, con permiso de .

Dentro de la filmografía de Almodóvar, Todo sobre mi madre es, quizás, la película que mejor resume las constantes de su obra, al tiempo que la más depurada en cuanto a estilo y contenido, lo cual, paradójicamente, resta toda la inmensa capacidad provocativa que, desde siempre se le ha atribuido a su cine, ya que, como ya se apuntaba en Carne Trémula, su anterior film, parece haber optado por un tono melodramático, calculadamente exagerado, como de folletín radiofónico o culebrón de sobremesa, frente al cáustico humor de sus comienzos como director, una etapa que Pedro decidió enterrar, movido, probablemente, por el gran fiasco que supuso Kika.

La mujer, la madre, en este caso, vuelve a ser el gran tema central de una historia inverosímil, forzada hasta la exageración, lejos de toda pretensión realista o naturalista, de clara vocación teatral y con claro propósito de homenaje al cine clásico, sobre todo, al de la Edad de Oro de Hollywood (Pedro siempre ha sabido jugar muy bien sus bazas), como lo demuestra su abierto homenaje a obras maestras, como Eva al desnudo (All about Eve, en el original) o Un tranvía llamado Deseo (versión teatral), como pretexto para guiar al personaje principal, una espléndida , a través del sentimiento de pérdida, provocado por el accidental fallecimiento de su hijo, soledad y reencuentro con el pasado, en una Barcelona, paradigma de la ciudad abierta y acogedora, en contraposición con un Madrid cada vez más gris, más triste, lo cual puede verse como una mera traición a la ciudad a la que tanto debe, o bien como un ejercicio de nostalgia del cosmopolitismo tolerante del que Madrid, hace años, era ejemplo, y que, en la actualidad, parece haber heredado la Ciudad Condal, lo cual no deja de ser una apreciación puramente personal y, por tanto, sujeta a discusión.

De nuevo, como viene siendo habitual en su cine, Almodóvar logra sacar el mayor partido posible al trabajo de sus actrices, en especial, de las que, a priori, no juegan un papel principal en sus historias, pero que, sorprendentemente, acaban destacando por encima del conjunto de la obra. Es el caso de , quien, en su papel -¿autobiográfico?- del travestí Agrado, se erige, en este film, en el máximo, por no decir el único, exponente de ese lado provocador y gamberro, elemento esencial del estilo almodovariano, que los seguidores de Pedro adoran tanto, y que sus detractores consideran cutre y superficial.

Pero si por algo hay que criticar, en serio, a Todo sobre mi madre, es por poseer uno de los finales más obscenamente complacientes, tramposos y decepcionantes, teniendo en cuenta el tono general de la película, que un servidor ha visto en los últimos años, y que yo compararía con ese otro final, lamentable, (aunque, en aquel caso, impuesto) de L. A. Confidencial. La única excusa que se me ocurre para tamaño atentado es que Almodóvar haya querido contentar a un público poco receptivo con las historias sin concesiones a la galería, como si, de antemano, fuera consciente de las tremendas posibilidades de éxito, en cuanto a público y premios, que, como ahora se ha confirmado, albergaba el film. Ello es, si cabe, aun más grave, pues un Autor no debería guiarse por otros criterios que no sean su propia intuición personal y capacidad creativa. Que, a estas alturas, Almodóvar juegue a ser Spielberg me parece, cuanto menos, una falta grave, una mancha oscura que, si bien no será un obstáculo en su decidido camino hacia el Oscar (más bien, al contrario), corre el riesgo de convertirse en un temible precedente, si Pedro se deja llevar por los cantos de sirena provenientes de Hollywood.

Eyes Wide Shut: Noche de ronda

Precedido por un excesivo e inmerecido morbo, el film póstumo de ha sido considerado como el segundo gran acontecimiento cinematográfico del año, tras el irresistible y polémico Episodio 1 de Star Wars, con idénticos resultados en cuanto a valoración de crítica y público se refiere, no así en cuanto al éxito comercial, pese a las expectativas y el atractivo reparto, encabezado por la pareja más sexy y poderosa de Hollywood en el momento: y Nicole Kidman, o viceversa.

Eyes Wide Shut no ha satisfecho a los que esperaban un film casi pornográfico, ni siquiera a los fans más fieles de la pareja protagonista. Todavía menos a los admiradores del talento obsesivo, enfermizamente matemático y perfeccionista de su director, tal vez esperando un definitivo testamento, una especie de canto del cisne, y no una película más de su filmografía. Resulta, pues irónico que, precisamente yo, que pocas veces he comulgado con la particular visión creativa de Kubrick, a quien he tachado siempre de divo arrogante, siendo objetivo, e incluso siendo subjetivo, califique su última creación como obra maestra, pero no tengo otro remedio.

Estamos ante un film duro, sin concesiones, crudo en el contenido, más que en la forma, atravesado de parte a parte por una atmósfera pesimista frente a la condición humana y su plasmación en la vida en pareja, el matrimonio, la familia, los clichés y tópicos que siglos de evolución apenas han variado, y que no esconden sino una complaciente hipocresía, en una desesperada búsqueda de la seguridad frente a los fantasmas del sexo y la muerte, que como pesadillas sacuden nuestra conciencia y remueven nuestros instintos. En Eyes Wide Shut, el sexo y la violencia más lacerantes no se muestran públicamente a través de las imágenes, sino que fluyen con las palabras, con los memorables diálogos con los que el director desnuda y disecciona a los protagonistas, envueltos en un escenario plagado de lugares, personajes y situaciones surrealistas, como si Buñuel y hubiesen intercambiado su sabiduría en la compleja materia gris de Kúbrick, quien, por otra parte, ha encontrado su complemento ideal, su Mankiewicz particular en el excelente guionista (responsable, entre otros, del ejemplar guión de Dos en la carretera, de ), quien logra trasladar, con evidente credibilidad, la, en su día, perturbadora Traumnovelle, del austríaco, contemporáneo de Freud, (cuya novela más célebre sea, merecidamente, La Ronda, llevada al cine por Ophüls y que guarda evidentes paralelismos con el film de Kubrick) al Nueva York actual, patria de la nueva Babilonia y, por ende, de todos los vicios, neuras y obsesiones de nuestro tiempo.

No resulta extraño que Kubrick pensara en un primer momento en como protagonista de la historia, pues esta refleja con milimétrica precisión los grandes temas del genio de Brooklyn, y hubiese dado, de paso, mayor textura al cínico, negro y soterrado sentido del humor que impregna el film, pese a la lentitud, para algunos, exasperante de la puesta en escena. Pero, acertadamente, ha preferido contar con un matrimonio real, joven y afamado, paradigma del «American Way Of Life«, lo que, sin duda, acrecienta la sensación de desesperanza en el espectador, llegándose, a través de ella, a un genuino terror, el que parte de nuestros miedos más profundos y racionales, en especial aquellos que tienen que ver con nuestra vida sexual, monógama por imposiciones sociales, culturales y religiosas. No es casual, por tanto, la fijación del film en el número dos, el número de ocasiones que suele repetirse cada situación (como la visita a la tienda de disfraces, o a la mansión situada en pleno bosque), reiteración como metáfora existencial, reiteración acentuada por el machacante piano que acompaña las secuencias más inquietantes, capaz de dejar al espectador menos preparado al borde de un ataque de nervios. Es la forma, extraña, que tiene Kubrick de jugar con nosotros, de hacernos partícipes de la pesadilla que ha creado. Hasta que, al final, nos da la clave que resuelve el problema, devolviéndonos a un punto de partida impreciso y, por lo tanto, abierto. Dicha clave la resume muy claramente : ¡follar!. De este sencillo acto depende muchas veces la estabilidad y el equilibrio emocional de dos personas que se aman.

Amén.