El gran mérito de directores como David Lynch consiste en la inquebrantable fidelidad que tienen hacia su forma de hacer cine. Uno va a ver una película de Tarantino, Scorsese o el mismo Lynch y ya de antemano sabe lo que le espera.
A algunos les puede gustar lo que hace, otros, en cambio, lo odiarán; pero nadie, absolutamente nadie queda indiferente hacia el cine de este, en mi opinión, excepcional director.
En Carretera Perdida encontramos las constantes de su cine: una atmósfera inquietante, acongojante desde el principio, un predominio de la imagen y el sonido (¡atención, sobre todo, al recital de sonidos estridentes, atmosféricos, chirriantes y, en resumen, morbosamente desagradables que jalonan la alucinante banda sonora de la película!) sobre el diálogo, donde destacaría la memorable secuencia en la que el gangster le «aconseja» prudencia a un descerebrado conductor, e incluso sobre el mismo argumento. Alguien puede pensar que esto es pura superficialidad, pero no es así. Lo que Lynch hace es mostrarnos todo aquello que nosotros apenas recordamos al despertar después de una agitada noche: nuestro subconsciente, nuestro lado oculto, ¡nuestras pesadillas!.
Se puede definir Carretera Perdida como se quiera. Mi propia hermana la ha definido como «una especie de thriller con argumento lineal pero contado al revés» (una definición, sin duda, tan surrealista como el propio film). En el hay psicópatas con doble personalidad, mujeres fatales de doble vida, gangsters sucios, asesinatos, vouyerismo, humor negro y algo más: ese espíritu maligno siempre presente en el cine de Lynch (¿recordáis Twin Peaks?), esa morbosidad desbordada (fascinante Patricia Arquette) y esa falta de concreción al final de sus historias y esos repentinos y gratuitos cambios de ritmo que constituyen lo mejor y lo peor de esta apasionante película y, en general, de toda su interesante filmografía.